lunes, 17 de octubre de 2016

RECUERDO







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En homenaje a ustedes, lo titularé “Un recuerdo para mis amigos”. (Osvaldo Pugliese)

Por los postreros años del siglo XIX y las dos décadas iniciales del XX, el tango primigenio ya había dejado de ser un mero género musical y evidenciaba claras pretensiones de constituirse en la cultura emblemática de un país, país ese que era por entonces aquella Argentina aluvional a la cual había ingresado por sus puertos -y especialmente por el puerto- una masa de extranjeros integrada por tanos, gallegos, gringos, turcos y rusos que vinieron a sumarse a lo que quedaba como restos de la otra Argentina; aquella que había sucumbido en Caseros y en Pavón.
Particularmente, creo que hubo en nuestro país, en cada década, una o más obras que marcaron un clivaje en la música popular, un antes y un después de. En la opinión de este servidor, en la primera del siglo XX, el  hito fue Comme il faut (Eduardo Arolas, 1907); en la segunda, Alma de bohemio (Roberto Firpo, 1914) y Lita/Mi noche triste (Samuel Castriota-Pascual Contursi, 1916, la cual representó el comienzo del reinado del tango canción); y en la tercera, Recuerdo (Osvaldo Pugliese, 1924-Eduardo Moreno, 1925).
Recuerdo es uno de los más bellos y maravillosos tangos, uno de los mejores (para muchos, el mejor) que se hayan creado en todos los tiempos. Compuesto en 1924 por Osvaldo Pugliese (n. Buenos Aires 02.12.1905 – m. Buenos Aires 25.07.1995), significó un claro avance en la concepción musical. 
Pero mejor, dejo que sea otro músico de excepción, Julio De Caro, quien lo defina: “Recuerdo marcó un camino en la composición del tango. Encierra un concepto moderno en su estructura armónica, en el imprevisto desarrollo de su línea melódica, en los colores de su sonido, en el acierto de los cambios de tonalidades, en los oportunos arpegiados, en la originalidad de su variación. Una de las obras de arte de nuestro tango que habrá de perdurar para siempre”.
El proceso de creación de Recuerdo fue narrado por el propio Pugliese, quien explicó que lo compuso por etapas, paralelamente a sus estudios musicales, en sus viajes en tranvías de la línea 96 hasta el lugar donde tocaba: el café de la Chancha (“bautizado” así en alusión mordaz a la escasa afición a la pulcritud y el aseo que evidenciaba su dueño), que quedaba en Rivera (actual avenida Córdoba) y Godoy Cruz, hasta que, una vez que hubo terminado de aprender escritura musical; pudo llevarlo todo al pentagrama. 
Cuando lo concluyó, su padre, don Adolfo Pugliese (cortador de calzado y flautista), le pidió que hiciera una copia para llevársela al bandoneonista Juan Fava, quien era primo de su esposa (la mamá de Osvaldo) y actuaba en el café Mitre, en la calle Triunvirato entre Gurruchaga y Acevedo, en el barrio de Villa Crespo. Ese fue el estreno del tango, que a todo esto, aún no tenía título.


Después, tras un breve paso por el conjunto de Francisca “Paquita” Bernardo, Pugliese al piano integró, junto a los violinistas Emilio Marchiano y Bernardo Perrone, el cuarteto que dirigía el bandoneonista Enrique “Francesito” Pollet. Esa fue la formación que estrenó oficialmente aquel tango -todavía sin título- compuesto por Pugliese, en el mítico café ABC, que quedaba en el 602 de Rivera (la actual avenida Córdoba, como vimos), casi al toque de Canning (hoy Scalabrini Ortiz).


Su barra había ido a escucharlo, y al terminar la actuación, los amigos le preguntaron a Pugliese por el título, y éste les respondió: “En homenaje a ustedes, lo titularé Un recuerdo para mis amigos”. Al registrarlo, quedó apocopado en Recuerdo, con un subtítulo entre paréntesis: (A mis amigos).



Esos “mis queridos y nobles amigos” a los cuales Pugliese dedicó el tango eran: Torcuato Di Giorgio, Amadeo Pioriello, Alfredo Bianchi, José Tonarelli y Rogelio Boisselier. Al interrogante de su madre sobre quiénes eran esos muchachos, Osvaldo contestaba: “Son amigos… tomamos café, hablamos de tango, jugamos al billar…”. En realidad, esos muchachos estaban en el métier de levantar quiniela… clandestina, por supuesto. Y qué quiere usted… es como cantó Pancho Viera en Contrabandista ‘e frontera: “pan que niega el gobierno / a balazos igual se hace”.
Algunos meses después, ya en 1925, el periodista y poeta Eduardo Moreno (n. Buenos Aires 27.09.1906 – m. Buenos Aires 12.07.1997) escribió la letra para el tango que había compuesto Pugliese:

Ayer cantaron poetas
y lloraron las orquestas
en las suaves noches del ambiente del placer.
Donde la bohemia y la frágil juventud
aprisionadas a un encanto de mujer
se marchitaron en el bar del barrio Sud,
muriendo de ilusión
muriendo su canción.

Mujer
de mi poema mejor.
¡Mujer!
Yo nunca tuve un amor.
¡Perdón!
Si eres mi gloria ideal
Perdón,
serás mi verso inicial.

Y la voz en el bar
para siempre apagó
su motivo sin par
nunca más se oyó.

Embriagada Mimí,
que llegó de París,
siguiendo sus pasos
la gloria se fue
de aquellos muchachos
del viejo café.

Quedó su nombre grabado
por la mano del pasado
en la vieja mesa del café del barrio Sud,
donde anoche mismo una sombra del ayer,
por el recuerdo de su frágil juventud
y por la culpa de un olvido de mujer
durmióse sin querer
en el café concert.


Así narraba el autor cómo habían surgido esos versos:
“Nací en Palermo, por Santa Fe al 4900… Tengo compuesta una cantidad de tangos, imagínese, debo tener más de doscientos. Muchos con letra y música mías… Con Blomberg (nota mía: Héctor Pedro Blomberg) los hermanos González Tuñón (nota mía: Enrique y Raúl González Tuñón) íbamos a la Boca… Parábamos en un café que quedaba en Pedro de Mendoza y Almirante Brown (nota mía: en realidad, ese café y otras cositas, quedaba por Pedro de Mendoza, metros antes de la esquina con General Brown -que ese era el nombre de la calle por esos años-), y allí escribí, en una noche, la letra de Recuerdo. Un marinero me había contado la historia de esta mujer, una heroína real, una mujer que existió de verdad. Casualmente, le decían Mimí. De ahí saqué el tema para escribir la letra”. 
Hermosos versos, rezumando bohemia y plenos de finas metáforas exaltando un idealizado amor hacia una pobre francesita que había ejercido su oficio de alternadora en un peringundín al que se homenajea elevándolo a la pretenciosa categoría de “café concert”, todo en un contexto al cual se designa con una sutileza simplemente genial: “el ambiente del placer”. Y la evocación del nombre de aquella mujer “grabado por la mano del pasado en la vieja mesa del café del Barrio Sud” (la Boca)… Sencillamente sublime.
El poeta lo recordaba con estas palabras:
“La melodía me la hizo escuchar Pugliese, no recuerdo si en su casa o en el café ABC, y me la llevé en la cabeza. Por la noche caí al lugar donde solía encontrarme con amigos… y de pronto, me puse a escribir y la letra salió de un tirón. Nombro un café concert porque ese lugar lo era, nombro a Mimí, porque una Mimí estaba allí, era una chica francesa que alternaba (la bastardilla es mía) con los hombres. Era el café de la Negra Carolina, en la Boca (nota mía: el café se llamaba The Droning Maud, y a sus mesas se sentaron Eugene O’Neill -quien después obtendría cuatro premios Pulitzer y el Nobel de Literatura- y Jack London, el escritor de Colmillo Blanco, nada menos). La Negra era una antillana gorda (nota mía: en realidad, Carolina Maud -negra, hija de esclavos manumitidos- provenía de New Orleans, Louisiana, EE.UU.) medio deforme, muy sabia ella, con mucho mundo recorrido. Siempre hablaba de los bares que tuvo en diferentes ciudades. Parece que se vino a la Argentina, corrida por algunos problemas (nota mía: los algunos problemas eran una ‘cosita de nada’: un crimen pasional en Inglaterra, un asesinato en el que se hallaba envuelta Eve Leneve, íntima amiga y ayudante de la Negra Carolina). La acompañamos hasta el año 27, en que cayó enferma. Blomberg se encargó de internarla en el hospital Argerich, allí murió sola”.


Por su parte, Pugliese, al rememorar cómo había escrito Moreno la letra, contó una versión distinta a la de éste: “Cuando lo estrenamos en el café ABC, Moreno, el autor, venía todos los días”. Y también: “Me acuerdo que la primera letra que le había hecho, no me gustó, porque le colocó el título Campanita, campanita. No me gustó. Y después le hizo otra letra un poquito más adecuada”. 
Tengo para mí que la cosa debió de haber sido nomás como dijo don Osvaldo, porque ¿me parece, o Moreno deja traslucir un reconocimiento implícito de ello -surgido, quizá de su subconsciente- en ese “serás mi verso inicial”?
En 1985 u 86, yo trabajaba y vivía en Resistencia, y durante una Cena Aniversario del Club Atlético Chaco For Ever, tuve oportunidad de preguntarle a don Osvaldo por Recuerdo, contándome él cómo lo había compuesto. Mas cuando inquirí su opinión sobre la letra; creí percibir en su respuesta cierto retintín, como si (sin llegar en modo alguno a ningunearla, eh, en absoluto; Pugliese era la viva representación de la bondad y la caballerosidad mismas) la tuviese en menos, la considerase inferior a la -sin dudas, maravillosa- melodía que había creado para ese tango. Debo reconocer que muy probablemente, mis entendederas estuvieran… algo nubladas, digamos, por las botellas de vino y champagne y por los muchos whiskies trasegados después en el Angelo, a donde fuimos a escabiar con amigos (entre los cuales estaban, me acuerdo, el Gusano Farana y el Cabezón Maffei) y con un jovencísimo Adrián Guida, que era por entonces el cantor de Pugliese y de quien doña Lydia Elman (la esposa y manager de Pugliese) nos había recomendado muy especialmente que cuidemos (quédese tranquila, Lydia, ¡vaya si lo cuidamos!: Adrián la pasó bomba y se tomó hasta el agua de los floreros). Pero por más confusa que fuera mi evocación de aquello por los vahos del alcohol; fue esa la sensación que me produjo lo que me manifestó Pugliese en persona aquella noche con respecto a la letra de Recuerdo, y -sin la menor intención de establecerla como verdad revelada- no puedo dejar de citarla.
Pero como ya su proverbial perspicacia, mi estimado lector, lo habrá llevado a advertir que en la partitura se consigna: “Música de Adolfo Pugliese”, y eso le habrá despertado un lógico interrogante; va siendo hora de aclarar el punto.
Adolfo era, como vimos, el padre de Osvaldo, y se dijo que como éste era menor de edad al momento de concebir y editar Recuerdo, entonces se lo registró a nombre de aquél. No fue así: Osvaldo ya había compuesto tangos antes de Recuerdo -Primera categoría y El frenopático (que incluso, figura dedicado a su tía, Concepción Pugliese), por ejemplo- y los había puesto a su nombre; así que su minoría de edad no fue la causa.


El motivo lo explicaría muchos años después el propio Osvaldo Pugliese: 
“Mi padre, además de cortador de calzado; era flautista, y en aquel entonces ese instrumento iba siendo dejado de lado por los cuartetos de la Guardia Vieja, que se empezaban a desarrollar en quintetos y sextetos. Así fue que la flauta quedó de lado… Es en ese entonces, cuando mi padre se queda sin trabajo, que él comienza a corretear la música y se hace editor… Le dije: ‘-Mirá, viejo, si a vos te gusta, agarrátelo (sic), publicátelo (sic) a tu nombre y adelante’. Así fue. El tango en su primera edición… salió con el nombre de Adolfo Pugliese. Pero está registrado a mi nombre, siempre estuvo registrado a mi nombre. En la edición de papel estuvo con el de mi padre”.
Algunos han elucubrado la teoría de que Recuerdo habría sido compuesto por un hermano mayor de Osvaldo que era violinista: Vicente Salvador Pugliese, a quien apodaban Fito por el parecido con Adolfo, el padre, con quien, dicen, tendría mala relación. Afirman que a raíz de ello, y achacándole a su papá sobreprotegerlo a Osvaldo; Vicente Salvador se fue al sur del país para nunca más volver, y agregan que todo esto habría sido contado por alguien que prefirió mantener el anonimato.
Como puede apreciarse, esa… hipótesis, digamos, es muy traída por los pelos y (siendo suave) difícil de creer: si Vicente Salvador hubiese sido en verdad quien compuso Recuerdo, ¿qué le habría impedido reclamar para sí los derechos, máxime estando tan disgustado con su familia como dicen? Además, ¿qué antecedentes de composiciones suyas comparables a esa que se empeñan en atribuirle pueden citarse? Ninguna. Y convengamos que eso de basarse en los dichos de alguien que no quiere dar su nombre es, como mínimo, poco serio. Ganas de banalizar y tinellizar nomás…
En cambio, encaja perfectamente lo afirmado por Osvaldo Pugliese, ya que si, como contó, el padre tuvo que dedicarse al corretaje de música escrita, ¿qué podría ayudarlo más, que hacerlo a partir de ofrecer la partitura de un éxito como Recuerdo, atribuyéndose ser nada menos que quien lo había compuesto?
“Nadie puede, de buena fe, poner en tela de juicio quién es el verdadero autor musical de Recuerdo", escribió Luis Adolfo Sierra. Y es tal cual.
Figura debidamente registrado en SADAIC el 7 de mayo de 1948, bajo el código de obra 2872 | ISWC T-037002583-4, con derechos reservados a favor de Pugliese, Osvaldo Pedro como compositor; y de Moreno, Eduardo (y/o su pseudónimo Solmar) como autor.


1926 y 1927 serían los años de la consagración definitiva de Recuerdo como una de las obras cumbres de la cultura tango.
El 9 de diciembre de 1926, el Sexteto de Julio De Caro lo grabó para el sello Victor, editándose así el disco 79778, con Recuerdo en el lado A y Qué noche, de Agustín Bardi, en el B.



La orquestación que hizo Julio De Caro para el tema es magistral, al punto que hasta la versión de Recuerdo grabada por el propio Pugliese, está basada en la suya. Al respecto, escribió Luis Adolfo Sierra: “Cuando Pugliese incorporó el tango Recuerdo al repertorio de su ya famosa orquesta, en 1944, adoptó la misma instrumentación de De Caro, exactamente la misma, sin cambiarle una nota, ni el sentido temperamental que éste inmortalizara dieciocho años antes”.
Se dijo que al escuchar el disco, Marcelo T. de Alvear, gran aficionado al tango (y a la sazón, presidente de la República), se hizo hincha de la orquesta de De Caro, a la cual erigió en su favorita.

Enlace a la versión del Sexteto de Julio De Caro:

Y no menos importante fue la grabación, el 25 de julio de 1927 y para el mismo sello, de Rosita Montemar (pseudónimo artístico de Rosa Spruk), acompañada por la Orquesta Típica Victor, en la que sería la primera versión cantada de Recuerdo, editada en el disco 79890, que traía en la otra cara, Gloria, de Eduardo Chon Pereyra y el Negro Celedonio Flores.



Su hermosa voz registro de soprano y su expresividad, su manera de decir el tango, convirtieron en antológica su interpretación de Recuerdo, esa con la cual (a pesar de la muy deficiente calidad del audio) podemos extasiarnos.

Enlace a la versión cantada por Rosita Montemar:
Hasta el exigente Eduardo Moreno -a quien se le habían subido no poco los humos tras la repercusión que había tenido Recuerdo- hubo de reconocer lo excelente de la versión grabada por Rosita Montemar; pese a la rabieta que se agarró al escuchar el disco y percatarse de que ella cantaba “Ayer lloraron los poetas”, en lugar de “Ayer lloraron poetas”, como él había escrito.
Después, ya superada la etapa de la novedad, Recuerdo pasó a ser una especie de tango de culto, para la gente del palo, digamos. Contaba Pugliese: “Lo de Recuerdo fue que cuando lo estrenamos en el café ABC… no pensamos que ese tango iba a ser lo que es”. Y Moreno lo explicaba así: “Recuerdo es una obra monumental musicalmente… la tuvimos archivada: pensamos que no podía andar, estaba adelantado cincuenta años, tanto en la música como en el verso. ¿A quién se le iba a ocurrir, en aquellos años, escribir ‘ayer cantaron poetas y lloraron las orquestas’? No se escribía así… Estoy hablando del año 25”.
Hubieron de transcurrir ¡veinte! años desde que lo compuso, para que al fin, el 31 de marzo de 1944, Osvaldo Pugliese lo grabara para el sello Odeon, matriz editada en el disco 7663, que trajo Recuerdo (sólo instrumental) en la faz A, y Silbar de boyero, cantado por Roberto Chanel, en la B.




Enlace a la versión de Osvaldo Pugliese:

Quizá la explicación del hecho de que Pugliese lo haya grabado en esa oportunidad sólo en modo instrumental, haya que buscarla en la circunstancia de que Recuerdo había tenido problemas con la censura. 
Así lo contaba Eduardo Moreno: 
“En la absurda época de la censura me llamaron por Recuerdo. Cuestionaban la parte que dice ‘en las suaves noches del ambiente del placer’ y también ‘café concert’, que debía ser cambiado por ‘café del ayer’. Como me puse a discutir me dijeron que hablara con el jefe. Era una sala grande con dos mesas grandes, de un lado, unas veinte mujeres, y del otro, unos veinte hombres, todos trabajando sobre letras para modificarlas. Cuando el jefe apareció, lo reconocí enseguida. Lo había visto varias veces en un café de Villa Urquiza: cantaba con una guitarra y luego pasaba el platito. Un tiramanga de boliche convertido en jefe de la censura. Tenía un hermano que cantaba boleros. Eran los hermanos Vicente y Emilio Crisera”.
“Gracias” a aquel nefasto Crisera, poligrillo importante (si me es permitido el oxímoron, dijo Borges) de triste memoria, la letra quedó así:

Ayer cantaron poetas
y lloraron las orquestas,
en las suaves noches de romántico querer,
cuando la bohemia de la frágil juventud,
aprisionada en un encanto de mujer,
quebró los sueños en el bar del barrio sud,
muriendo la ilusión…
quemando la ilusión...

Mujer
de mi poema mejor...
Mujer,
yo nunca tuve un amor...
Perdón,
si eres mi gloria ideal...
Perdón,
serás mi verso inicial...

Y la voz en el bar
para siempre apagó
el motivo sin par
que al amor cantó...

Rubia y dulce Mimí,
que soñando en París
llevara en sus pasos
la gloria que fue
de aquellos muchachos
del viejo café...

Quedó su nombre grabado
por la mano del pasado,
en la vieja mesa del café del barrio sud;
donde anoche mismo, una sombra que al volver
con el recuerdo de su frágil juventud
y los perfumes de un olvido de mujer
durmióse sin querer,
en el café de ayer...

Es un error histórico reiterado y difundido hasta el hartazgo, el de atribuir la censura sólo al gobierno de Pedro Pablo Ramírez, segundo presidente de facto surgido de la Revolución del 43.
Ya en 1913, siendo presidente Victorino de la Plaza, el Congreso había sancionado la ley 9127 llamada de Organización del Servicio Radiotelegráfico, que sería reglamentada recién el 10 de abril de 1929, durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen. ¿Por qué se había demorado tanto la reglamentación? Sencillo: porque el avance tecnológico de la radiofonía, llevó a los gobiernos a la “necesidad” de transformar un control que hasta allí era ideológico y más bien acotado a lo formal; en político, es decir, en algo que se adoptó en los hechos, las actitudes y los métodos; no sólo ya en los papeles. Durante la presidencia de Agustín P. Justo, el 3 de mayo de 1933 se dictó el decreto 21044, que disponía la creación del Reglamento de Radiocomunicaciones por el cual se otorgaba a la Dirección de Correos y Telégrafos, a través de su dependencia Servicio de Radiocomunicaciones (luego Dirección de Radiocomunicaciones), la potestad no sólo de aplicar la reglamentación; sino también de modificarla según lo creyera conveniente. 
En buen romance, el control de los contenidos que se propalaban por las radios, sería de allí en más ejercido discrecionalmente por el poder ejecutivo. Y a llorarle a Pateco. 
Así, se dictaron las “Instrucciones para las Estaciones de Radiodifusión” (las broadcastings o radios), por las cuales se establecían limitaciones para los noticieros, las entrevistas radiales y hasta las publicidades que se difundían, y se daban “recomendaciones” para el empleo y buen uso del idioma y para el tenor de las letras de las canciones que se emitían al aire (perífrasis y eufemismos para disimular lo que se prohibía expresamente: el lunfardo). Todo lo cual se profundizó más aún en el gobierno de la Concordancia radical-conservadora, tanto con Ortiz como con Castillo en el sillón de la presidencia, período este en el que se instaló al frente de la Dirección de Radiocomunicaciones a Vicente Crisera, convirtiéndolo nada menos que en el árbitro que decidía cuál música podía editarse y cuál no, y qué podía transmitirse por radio y qué no. Si movía a la lástima aquel patético hombrecillo, oscuro y menos que mediocre cantor “a la gorra”; resultaba ridículo el personaje encaramado en burócrata censor y erigido, vaya uno a saber en virtud de qué nefasta influencia politiquera, en abanderado del buen gusto musical, poético y literario, y guardián de las sacrosantas costumbres. Cosas veredes
El gobierno de Ramírez, lo que hizo fue llevar al paroxismo ese statu quo que, reitero, venía de largo arrastre. 
Y lo hizo principalmente a través de su ministro de Justicia e Instrucción Pública, Gustavo Martínez Zuviría, ultracatólico y notorio novelista que escribía bajo el pseudónimo de Hugo Wast; del obispo Gustavo Franceschi, director de la revista Criterio (¡qué “criterio”, por favor!), cancerbero, desde la Academia Argentina de Letras, de la “pureza del idioma”, y que se había atrevido a denostar ¡a Gardel!; y de la propia esposa del presidente, María Inés Lobato, matrona esta de quien la gente se burlaba llamándola María Inés Locuento, “porque Lo bato es lunfardo y está prohibido”.
En 1966, el cantor de la orquesta de Pugliese, Jorge Maciel, introdujo, so pretexto de favorecer y enriquecer su propia interpretación de Recuerdo, nuevas modificaciones en la letra, la cual, entre la censura y los “agregados líricos” (?) de Maciel, quedó de este modo:

Ayer cantaron poetas
y lloraron las orquestas,
en las suaves noches de romántico querer,
cuando la bohemia de la frágil juventud,
aprisionada en un encanto de mujer,
quebró los sueños en el bar del barrio sud,
muriendo la ilusión…
quemando la ilusión de su dulce amor...

Mujer
de mi poema mejor...
Mujer,
yo nunca tuve un amor...
Perdón,
si eres mi gloria ideal...
Perdón,
serás mi verso inicial...

Y la voz en el bar
para siempre apagó
el motivo sin par
que al amor cantó...
Rubia y dulce Mimí,
que soñando en París
llevara en sus pasos la gloria que fue
de aquellos muchachos del viejo café...

Te busqué por el mar
y jamás te encontré,
el cielo y yo, y un sueño azul
que se durmió en una estrella.

Si he rodado por los bares
de otro mundo misterioso,
buscando aquel milagroso
perfume de la ilusión,
¿quién cerró en el recuerdo
tu cofre de amor?

En mi opinión, la funesta y miserable acción de la censura ramirista y los engendros que metió Maciel en los versos, configuraron lisa y llanamente un sacrilegio cometido con aquella excelente poesía que había escrito Moreno, a la que inmolaron sin piedad en aras de una moralina hipócrita y de ideologías totalitarias los unos, y de un supuesto favorecimiento del mejor ejercicio vocal con pretensiones de bel canto el otro.
Las “suaves noches del ambiente del placer”, mutaron en las de “romántico querer”; la “bohemia y la frágil juventud” aparecieron concatenadas mediante la introducción de la preposición de, y de estar “aprisionadas un encanto de mujer”, pasaron, por algún esotérico proceso alquimista, a ser una singularidad presa “de un encanto de mujer”; la “embriagada Mimí que llegó de París”, pasó a ser (a lo mejor, por el sortilegio del beso de algún príncipe azul) “rubia y dulce” y a estar “soñando en París”; la “sombra del ayer” se ve que había adquirido movilidad, porque se transformó en una “sombra que al volver”; el “olvido de mujer” hecho “perfume” (?); el “café concert” se trocó en “café de ayer”. En cuanto a los aportes de Maciel, qué decir… ¿Qué tendrán que ver, por Dios santo, esa búsqueda de Mimí “por los mares”; esa expansión geográfica que lo lleva por “los bares de otro mundo misterioso” y ese “cofre de amor”, con todo aquello que quiso expresar el autor en la letra original?
Lo que hicieron con aquella poesía de Eduardo Moreno fue, reitero, un crimen. Como dijo el cómico, actor y cantor él mismo, Guillermo Rico al referirse a los cambios que en las letras de los tangos suelen introducir los intérpretes: “… (el autor) trabaja sus letras con el buril de poeta. Y si algo obsesiona al poeta es la palabra. Para él, ninguna palabra es igual a otra; aunque se le parezca”. Suscribo.
Muchos han considerado antológica aquella versión de Recuerdo cantada por Jorge Maciel. Este servidor no coincide con tal adjetivación, porque aun cuando me parecen muy bien interpretadas desde la entonación y la vocalización, tanto la suya como la del querido Negro Rubén Juárez (quien, lamentablemente, también incurrió en “violación de letra” al adoptar la que fue vejada por la censura); reputo como insuperable -al menos, hasta ahora- la de Rosita Montemar.
Pero como “gustos son gustos”, dijo una vieja; aquí las tiene a las dos, para que pueda compararlas con aquella de 1927 y discernir por usted mismo:

Versión de la orquesta de Osvaldo Pugliese con Jorge Maciel:
Versión de Rubén Juárez con Raúl Garello (1977):

En cuanto a las exclusivamente instrumentales (además de las de De Caro y Pugliese), pueden citarse, entre otras de las más destacadas, la de Horacio Salgán en 1947 y la de Aníbal Troilo en 1966. Pero a quien esto escribe, le parece directamente sublime la de la orquesta Ensamble, dirigida por el ilustre Lalo Schifrin (hincha de Huracán, por supuesto) para la banda de sonido de la película Tango (1998), de Carlos Saura, que puede escuchar haciendo click en este enlace:

Versión de Lalo Schifrin

Y hasta aquí hemos transitado juntos, apreciado lector, la historia de esa obra monumental que es Recuerdo, “el tango de los tangos” (Luis Adolfo Sierra dixit). Es mi deseo que haya usted disfrutado al leerla, tanto como disfruté yo al escribirla.
¡Hasta la próxima!

-Juan Carlos Serqueiros-  

ILUSTRACIONES
Portada del artículo: La magia del tango, óleo de Ernesto Quiróz, 2012.
Pugliese, acuarela de Horacio Ferrer, 1962.

REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS
Barsky, Julián. El tango y las instituciones. De olvidos, censuras y reivindicaciones. Editorial Teseo, Buenos Aires, 2016.
Bossio, Jorge A. Los cafés de Buenos Aires, Editorial Schapire. Buenos Aires, 1968.
Del Priore, Oscar e Irene Amuchástegui. Cien tangos fundamentales. Editorial Aguilar, Buenos Aires, 1998.
Fraga, Enrique. La prohibición del lunfardo en la radiodifusión argentina 1933-1953. Editorial Lajouane, Buenos Aires, 2006.
Piñeiro, Alberto Gabriel. Las calles de Buenos Aires. Sus nombres desde la fundación hasta nuestros días. Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2003.
Revista Humor, edición N° 59, mayo de 1981.
Revista Todo es historia, edición N° 113, octubre de 1976.
Rosa, José María. Historia Argentina t. 13. Editorial Oriente, Buenos Aires, 1979.
Sierra, Luis Adolfo. Historia de la orquesta típica. Evolución instrumental del tango. Editorial Corregidor, Buenos Aires, 1985.
Sierra, Luis Adolfo, Nélida Rouchetto y Roberto Cassinelli. La historia del tango vol. 14. Osvaldo Pugliese. Editorial Corregidor, Buenos Aires, 1979.
Vardaro, Arcángel Pascual. La censura radial del lunfardo. Con especial aplicación al tango. De 1943 (gobierno militar) a 1949 (gobierno peronista). Windmill Editions, California, 2011.

viernes, 30 de septiembre de 2016

BERNARDO DE IRIGOYEN, EL HOMBRE DE ESTADO. PRIMERA PARTE: LA ENVIDIA Y EL ODIO DE LOS MISERABLES







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En veinte años de vida profesional activa, defendiendo pleitos en que se interponían intereses valiosos y a veces pasiones políticas, no he recibido ni he dirigido una palabra injuriosa, no he tenido incidente alguno estrepitoso, ni me he empeñado jamás con juez ni  funcionario alguno en favor de las causas que he defendido. (Bernardo de Irigoyen)

En sitial destacadísimo entre los más preclaros e insignes estadistas que ha dado nuestro país, está, sin dudas ni quizás, el ilustre Bernardo de Irigoyen, exitoso empresario rural, eximio jurista, finísimo diplomático y geopolítico de extraordinarias sagacidad y firmeza puestas al servicio de los supremos intereses de la nación, celoso y eficaz guardián de los límites de nuestra República y defensor inclaudicable de nuestra soberanía.

En el seno  de una encumbrada familia de vasca prosapia, del matrimonio integrado por Fermín Francisco Irigoyen Calderón y María Loreto Bustamante de la Colina nació en Buenos Aires el 18 de diciembre de 1822, Bernardo Fermín Matías José María de los Dolores Irigoyen Bustamante.
Estaría llamado a altos destinos como uno de los más prominentes hombres civiles que hayamos tenido por estas tierras: oficial de la Legación Argentina en Chile designado por Rosas, vocal del Consejo de Estado de Urquiza y comisionado por éste ante los gobiernos provinciales, legislador provincial, procurador del Tesoro en la presidencia de Sarmiento, diputado nacional, ministro de Hacienda, de Relaciones Exteriores y del Interior del presidente Avellaneda, ministro de Relaciones Exteriores y del Interior del presidente Roca, candidato él mismo a presidente de la República en tres oportunidades: 1880, 1886 y 1892, senador nacional y gobernador de la provincia de Buenos Aires.
El 8 de febrero de 1843, Manuelita Rosas dio una fiesta en el caserón situado en la esquina de las calles Moreno y Bolívar, donde vivía junto a su padre.



Entre los invitados se contaba Bernardo de Irigoyen, promisorio joven de 20 años y exponente de la mejor sociedad porteña, quien le llevó un obsequio consistente en un álbum de tapas forradas en terciopelo rojo punzó con un Cupido exquisitamente bordado en oro y plata, en cuyo interior se incluían un poema de su propia autoría y la partitura de la música que le había compuesto Juan Pedro Esnaola, titulado Canción Federal: El rebelde a la marcha gloriosa / Del gran Rosas se quiere oponer, / Y en el Monte, San Cala y Mendoza, / El gran Rosas lo vuelve a vencer. / Allí encuentra el malvado su tumba, / El valiente argentino su gloria, / Y en los ecos del mundo retumba: / ¡Unitarios mancharon la historia!


Seguramente, lejos estuvo Irigoyen de imaginar que aquellos versos juveniles de exaltado rosismo, habrían de convertirse, transcurrido el tiempo, en una cruz que debió cargar durante todo lo que le quedase de vida.
Ese mismo año, concluyó sus estudios de derecho, y al siguiente, Rosas, a través de su ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Arana, lo designó oficial de la legación argentina en Santiago de Chile, la cual estaría a cargo de Baldomero García, a la sazón, nombrado ministro plenipotenciario. El joven Irigoyen pidió ser dispensado de tal puesto, alegando que le quedaba todavía por cumplimentar el resto del período de práctica forense en la Academia de Jurisprudencia (el cual ya había iniciado y más aún; se desempeñaba como prosecretario de dicha institución) que se exigía como requisito obligatorio para poder ejercer la abogacía; pero Arana denegó tal petición, y así, el 1 de diciembre debió partir hacia Chile.
La misión García-Irigoyen perseguía los objetivos de reclamar por la ocupación indebida del estrecho de Magallanes (el asentamiento de un fuerte en el sitio donde Pedro Sarmiento de Gamboa había fundado en 1584 la ciudad Rey Don Felipe), y por la actitud permisiva, complaciente y aún alentadora de las autoridades chilenas hacia los emigrados argentinos (Sarmiento, Alberdi, Gutiérrez, etc.) que atacaban al gobierno de la Confederación en la prensa trasandina (subvencionada oficialmente, dicho sea de paso), lo cual era manifiestamente violatorio de las normas que enmarcaban el derecho de asilo.
Rosas, ni bien se anotició de la ocupación chilena, encargó a Pedro de Angelis y Dalmacio Vélez Sarsfield el estudio del problema del estrecho, y también informó a la legislatura de Buenos Aires acerca de la acción de los emigrados: “La conducta de los salvajes enemigos de la Confederación refugiados en aquel Estado, es contraria a las reglas internacionales del asilo. El Gobierno se complace en anunciaros que ya se ha entablado una correspondencia entre el Gobierno de Chile y el Ministro argentino sobre los objetos importantes de la misión”.
García e Irigoyen llegaron a Chile en abril de 1845, y su misión duró exactamente un año.
La misma no tuvo incidencia en la cuestión del estrecho -como por supuesto, ya había previsto Rosas (que no olvidaba que había sido el gobierno trasandino el que había armado al Chacho Peñaloza y a Martín Yanzón para que invadieran San Juan y La Rioja, y que sólo esperaba desembarazarse del conflicto con Inglaterra y Francia, para inmediatamente abocarse a cobrárselas a los chilenos y ponerlos en caja de una vez por todas)-, porque García era miedoso e insistía constantemente ante Rosas para que se lo relevara del puesto; pero sí alcanzó un notable éxito en lo atinente a la prensa chilena, la cual modificó su actitud. Y hasta Sarmiento tuvo que darse por vencido e irse (a expensas del estado chileno, desde luego; porque su amigo, mentor, protector y valedor, el ministro Manuel Montt, lo mandó Europa, África y Estados Unidos).
¿Habrán apelado García e Irigoyen a esos fondos de reptiles que solía emplear el Restaurador para captar plumas y voluntades? De la contabilidad puntillosa y severísima de la administración rosista, no surge tal cosa; pero…
La actuación de Irigoyen en Chile fue impecable, no sólo en lo atinente a su misión específica, sino además; hasta sirviendo a muchísimos emigrados argentinos en todo cuanto estuviera a su alcance.
En abril de 1846, Rosas le indicó que pasara a Mendoza con el archivo de la legación, y esperara allí al nuevo ministro que había designado en sustitución del quejoso y timorato García: Miguel Otero, ex gobernador de Salta [“… un señor Otero de Salta, que está nombrado enviado extraordinario a Chile, i a quien Rosas ímprobo en nota oficial usar de la ‘i’ latina en los casos que su gobierno usaba de la ‘y’ griega ¡ordenándole abstenerse en adelante de incurrir en desliz tan imperdonable!” (sic), escribía en 1850 Sarmiento en Recuerdos de provincia]. Pero Otero no viajó, e Irigoyen debió permanecer en Mendoza hasta fines de 1850.
En esos años, además de fundar, por disposición de Rosas, el periódico La Ilustración Argentina para contrarrestar la prédica y los ataques que venían desde Chile; neutralizó la intención brasilera de azuzar el encono trasandino hacia nuestro país, y como representante del jefe de la Confederación Argentina, gravitó decisivamente en la política cuyana, siendo respetado y estimado por todos, rosistas y antirrosistas, a punto tal, que estos últimos hasta manifestaron -con nada menos que Tomás Godoy Cruz a la cabeza- su complacencia para con él, proponiéndolo para gobernador.
El 12 de octubre de 1850, contrajo matrimonio con una dama de la sociedad mendocina: Carmen Olascoaga Giadas, tras lo cual, a fines de ese año, regresó a Buenos Aires para desempeñarse en el ministerio de Relaciones Exteriores, el cual seguía a cargo de Arana. En enero de 1851, Rosas lo recibió en audiencia para que le transmitiese todo lo actuado en Santiago y en Cuyo y para tratar con él de la cuestión con Chile.
Se dijo que Rosas, inducido por personas de su gobierno y cercanas a él, estaba muy disgustado por la participación de Irigoyen en la política sanjuanina, y que debido a ello, había ordenado que éste volviera a Buenos Aires.
No hubo nada de eso ni fueron así las cosas. El Restaurador jamás permitió que alguien, sea quien fuese, influyera en sus decisiones. El regreso a Buenos Aires había sido solicitado por el propio Irigoyen -cuya madre había fallecido durante su larga ausencia, dicho sea de paso-, quien además; en sus apuntes consignó inequívocamente que Rosas -“siendo esa la primera vez que conversé con él”, escribió- lo había recibido “con atención y urbanidad”, y narró también los temas sobre los cuales trataron e incluso contó cómo se sorprendió ante la vastedad de conocimientos que evidenciaba don Juan Manuel tanto en lo relativo al asunto del estrecho, como en lo que respecta a la calibración exacta y sagaz de las figuras políticas de Chile, Bolivia y Perú.
Por otra parte, inmediatamente se encargaron a Irigoyen cuestiones muy importantes, como la recopilación de los antecedentes y documentos que respaldaban nuestros derechos sobre el estrecho de Magallanes, las relaciones con la Santa Sede en lo referente al nombramiento de vicarios capitulares y obispos, y el reclamo de la legación de los Estados Unidos por los perjuicios ocasionados a ciudadanos norteamericanos durante la guerra de la Independencia y las luchas civiles.
Así, ¿es pertinente inferir seriamente que Rosas encomendara semejantes asuntos de estado a alguien con cuyo desempeño previo estuviera disconforme? Por favor…
Por ese tiempo, se despertaron en Irigoyen inquietudes de historiador, y escribió y publicó sucesivamente sus Recuerdos del General San Martín y Recuerdos de Don Bernardo de Monteagudo.


Caído el rosismo en Caseros, Urquiza, el 28 de febrero de 1852, en previsión de que las desconfianzas y recelos de los gobernadores de las distintas provincias desbordaran en un período de anarquía que retardase la organización constitucional, lo designó comisionado suyo ante ellos, con plenos y amplios poderes.
Con una extraordinaria combinación de diligencia, tino, sutileza, sentido común, habilidad, prudencia, claridad y firmeza, Irigoyen obtuvo un éxito resonante en su misión, que le valió el caluroso encomio de Urquiza: “Debo contraerme a manifestar a V. mi reconocimiento por los servicios que ha prestado en la misión importante y delicada que confié a su honradez y patriotismo”.
Así, el Acuerdo de San Nicolás celebrado el 31 de mayo de 1852, se debió en gran parte a la inteligente y eficaz gestión de Irigoyen en el interior del país.
Regresado a Buenos Aires, fue designado vocal del Consejo de Estado que asesoría a Urquiza, erigido éste en Director Provisorio de la Confederación Argentina. Tuvo Irigoyen en dicho Consejo una destacadísima participación, pero luego no aceptó ser diputado al Congreso Constituyente ni por Buenos Aires ni por Mendoza, y asimismo rechazó el cargo de Secretario del Congreso que le ofreció personalmente Urquiza, pues deseaba dedicarse al ejercicio privado de la abogacía, para lo cual necesariamente debía concluir el período de práctica en la Academia de Jurisprudencia, que había iniciado diez años antes y no había podido terminar en razón de ser requerido para desempeñar las misiones oficiales precedentemente citadas. Pero ocurrió entonces la primera manifestación de la envidia y el odio de los miserables contra Irigoyen.
El 11 de setiembre de 1852 había estallado la revolución que marcó el inicio de la larga y desgraciada secesión de Buenos Aires del resto de la Confederación. En ella, habían andado juntos -cuándo no- porteños y correntinos, y coincidido los más exaltados unitarios -devenidos en “liberales”- (Valentín Alsina, Bartolomé Mitre y Carlos Tejedor, entre ellos), con notorios ex rosistas como Lorenzo Torres, Angel Pacheco y Pastor Obligado, por ejemplo y entre otros.Estos últimos encontraron allí el Jordán que los purificaría de su pasado rosismo, del cual, obviamente, tuvieron que hacer público repudio para acomodarse del lado donde calienta el sol (Lorenzo Torres hasta se estrechó con Valentín Alsina en el “abrazo del Coliseo”).
Pero Irigoyen no cayó en esas miserias humanas, y se negó a abjurar de su adhesión al Restaurador, por lo cual la Academia de Jurisprudencia le denegó la reinscripción en el período de práctica, pretendiendo, hipócritamente, ocultar la bajeza y la ruindad de su abominable proceder bajo el “argumento” de que tal decisión emanaba de no cumplir Irigoyen con lo prescripto en un artículo que disponía la obligatoriedad de tener dos años de residencia en Buenos Aires. Por supuesto, aplicar esa exigencia a alguien nacido allí, que allí había cursado y completado sus estudios de derecho, y que se había visto obligado a ausentarse por cumplir funciones oficiales para las cuales había sido designado por el propio gobierno, era una flagrante y  deleznable injusticia. Irigoyen respondió sólo con un elocuente silencio que evidenciaba su desprecio hacia los que incurrían en aquella iniquidad.
Al no poder ejercer la abogacía, formó, con su amigo Edward Lum, un acaudalado comerciante inglés, una sociedad dedicada a los negocios del campo y a la adquisición de tierras y desarrollo de establecimientos rurales.
Después, ya en 1857, concluyó el período de práctica (como si lo necesitase, más allá de esa reglamentación absurda) que antes algunos miserables le habían impedido finalizar, pudo dedicarse a la abogacía. Su afamado bufete profesional contó entre sus clientes a las empresas más poderosas del comercio nacional e internacional. Entre los cuantiosos ingresos que le procuraban, por una parte, los negocios del campo, y por otra, su estudio de abogado, Irigoyen redondeó una considerable fortuna.


El 2 de agosto de 1870, el presidente Domingo F. Sarmiento lo designó Procurador del Tesoro Nacional. ¿Pero cómo, Sarmiento nombrando en semejante cargo a su antiguo adversario en tiempos de Rosas?
Ocurría que desde la firma del Tratado de Reconocimiento, Paz y Amistad entre España y la Confederación Argentina suscripto el 9 de Julio de 1859 entre el ministro español Saturnino Calderón Collantes y el ministro plenipotenciario argentino Juan B. Alberdi, y la reanudación de las relaciones diplomáticas entre ambos países en 1864, venían sucediéndose los reclamos al gobierno argentino por parte de hijos de españoles, alegando éstos perjuicios y exacciones supuestamente sufridos por sus padres durante la Guerra de la Independencia y las luchas civiles. Entonces, Sarmiento llamó a Irigoyen, quien estaba reputado como el mejor jurista a la hora de defender los intereses nacionales.

José María Rosa afirma que fue Adolfo Alsina quien indicó a Sarmiento que encargara del asunto a Irigoyen. Es posible que así haya sido (Alsina, gran conocedor de los hombres, fue quien había logrado sacar a Irigoyen de su ostracismo político voluntario para llevarlo al Partido Autonomista); pero lo que consta es que Sarmiento, en acuerdo de ministros, dijo: “A tamañas pretensiones les opondré tamaño jurista”, y años después, el 14 de julio de 1877, siendo senador, se refirió a aquella cuestión pronunciando en el recinto de sesiones estas palabras: “Siguiendo su curso el asunto, cayó en manos del Fiscal del Tesoro, el Dr. D. Bernardo de Irigoyen. El Gobierno llamó un abogado tan competente como ese, para ponerlo de Fiscal del Tesoro, a fin de guardarse contra estos ataques que recibía diariamente de los intereses particulares, empeñados en hacer servir el tratado de España para explotarlo y sacar cantidades de dinero que no se debían pagar. Era preciso que hombres de ese peso, estuviesen allí para informar y rechazar los defectos, las deficiencias y la falta de derecho de las partes”.
No pararía allí el Loco (que no era hombre de rencores y que, extrañamente en él, nunca había agredido desaforadamente a Irigoyen en la prensa, como solía hacer con todo el mundo), porque también lo designó vicepresidente de su chiche más preciado: la Exposición Nacional en Córdoba. Y ya veremos más adelante, estimado lector, cómo no habrían de ser esas las últimas veces en que coincidirían en la política los otrora encarnizados adversarios Irigoyen y Sarmiento.
En 1872, Irigoyen fue elegido senador provincial y convencional constituyente, y al año siguiente, diputado nacional.
En 1874, Adolfo Alsina y Nicolás Avellaneda decidieron fusionar sus respectivos partidos, el Autonomista y el Nacional, para formar entrambos el PAN (Partido Autonomista Nacional), cuya fórmula presidencial Nicolás Avellaneda-Mariano Acosta resultaría triunfadora en los comicios del 12 de abril, obteniendo 146 electores; frente a la postulada por el Partido Nacionalista, Bartolomé Mitre-Juan Torrent, que logró 79. El 6 de Agosto, el Congreso realizó el escrutinio definitivo y proclamó presidente electo a Avellaneda, quien a poco dejó trascender que pensaba ofrecer la cartera de Relaciones Exteriores a Bernardo de Irigoyen, lo cual efectivamente hizo.
¡Inaudito, nada menos que el hijo del “mártir de Metán” ofreciendo la cancillería al “albacea de Cuitiño”!
Lo de llamar peyorativamente a Irigoyen “albacea de Cuitiño” provenía de una noticia publicada en La Gaceta Mercantil en su edición del 3 de julio de 1850, en la cual se consignaba que el coronel Ciriaco Cuitiño, gravemente enfermo y creyéndose en trance de muerte, había designado albaceas a Fortunato Benavente en Buenos Aires y a Bernardo de Irigoyen en Mendoza (tal como hemos visto, Irigoyen se encontraba por entonces en esa ciudad).
El odio y la envidia de los más enconados antirrosistas cayó como un anatema sobre Irigoyen, en la forma de una atroz campaña de prensa en su contra, iniciada por el diario La Tribuna, que desde el 21 de agosto y en menos de treinta días, publicó ¡trece artículos! denostando a Irigoyen y cuestionando al presidente electo por su intención de ofrecerle el cargo (decisión esa que, dicho sea de paso, éste mantuvo contra viento y marea, y sin arredrarse por los inicuos ataques).
Y entonces tuvo Irigoyen un gesto enaltecedor de esos que sólo surgen de las más grandes y nobles almas: en su aguda percepción de sagaz político a quien nada se le escapaba, sabía que Alsina, resuelto a influir de manera decisiva en la formación del gobierno, andaba chivo con Avellaneda porque éste, si bien le había reservado al primero un puesto en el gabinete; era muy celoso de sus deberes y prerrogativas, y consideraba un demérito para su investidura presidencial consentir en que otro -por más que ese otro fuera su aliado Alsina- le indicara a quiénes debía nombrar ministros, amenazando tornarse ese enojoso asunto en una verdadera crisis para un gobierno que ni siquiera había empezado. Con finísimo tacto y sutil diplomacia, Irigoyen, que era amigo de ambos, los reunió en su casa de la calle Florida N° 351, y al agradecer a Avellaneda su ofrecimiento para trascartón declinarlo amablemente, movió al presidente electo a pedirle a Alsina “sugerencias” -dice José María Rosa- para el gabinete. Don Adolfo, político habilísimo y ducho en esas lides, la cazó al vuelo: propuso a Félix Frías (quien estaba al frente de la legación argentina en Chile) para la cartera de Relaciones Exteriores y “aceptó” para sí el ministerio de Guerra -desde el cual pensaba manejar la política en el interior del país (de la de Buenos Aires ya era la figura principalísima) con vistas a su propia candidatura para cuando concluyera el período de Avellaneda-, zanjándose de esa manera el entuerto.
El presidente -que seguía siendo electo, porque aún no había asumido-, profundamente agradecido y reconocido, le ofreció entonces la legación en Brasil a Irigoyen, pero éste, muy dolido y afectado por los ataques de La Tribuna, rehusó también ese cargo y emprendió, a principios de octubre, un largo viaje por las provincias del litoral, para lamer en soledad sus heridas.
Retornó a Buenos Aires al iniciar el Congreso el período de sesiones de 1875 (recordemos que era diputado nacional), y fue electo por unanimidad presidente de la cámara.
Para mediados de 1875, se cernían sobre la República Argentina cinco frentes de tormenta: las tensas situaciones con Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Así las cosas, era más que probable; seguro, que se concretase a cortísimo plazo una formidable coalición contra nuestro país. 
El presidente Avellaneda se puso serio: tras los desaguisados que habían cometido y los dislates en que habían incurrido Rufino de Elizalde, Carlos Tejedor y Dardo Rocha (entre otros), no podía seguirse con el buen doctor Pedro Antonio Pardo, médico muy meritorio y afamado, pero que poco entendía de asuntos geopolíticos, y que de todos modos; no veía la hora de reintegrarse a su tranquilo decanato en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (porque Félix Frías, convenido, como vimos, entre Avellaneda y Alsina para esa cartera, estaba a cargo de la legación en Chile, y al regresar, manifestó su voluntad de renunciar al ministerio y consagrarse a la lucha cívica por los derechos territoriales argentinos en el conflicto con los chilenos); urgía poner a Irigoyen al frente de la cancillería (quien sin nombramiento oficial, ya lo estaba de hecho desde su regreso a Buenos Aires).
Pero si bien Alsina -caído, como vimos, su candidato Félix Frías por propia voluntad de éste- estaba ahora conforme con lo de llevar a Irigoyen al ministerio; subsistía el problema de la oposición en la prensa. 
Enterado de la cuestión Héctor Varela (que había sido uno de los fundadores de La Tribuna y que estaba residiendo en Turín), se comidió -tal vez por mediación de Avellaneda o quizá motu proprio- a hacer imprimir un folleto, al cual tituló Los hombres de Rosas y D. Bernardo Irigoyen, en el que hacía una encendida defensa de éste.En el opúsculo, resaltaba la calidad moral de Irigoyen (“no está manchado”, afirmaba textualmente), encomiaba sus aptitudes y sus méritos (“se destacó sobre la generalidad en la noche sombría de los dolores argentinos”), y advertía que con la persecución y la difamación de que se lo hacía objeto, no se estaba dañando sólo a la persona (“a tal o cual individualidad”), sino también a los intereses del país (“al pueblo entero de Buenos Aires”, ponía Varela, unitario al fin). Y concluía con un rotundo: “Rechazo franca y abiertamente las opiniones que hoy sostiene un diario que yo fundé, en el cual he trabajado tantos años y (en el) que hoy lamento ver enarbolar una bandera que está en oposición a lo que yo sostuve”. Más clarito… échele agua.
Eso decidía el asunto: si los mismísimos hijos de Marco Avellaneda, Valentín Alsina y Florencio Varela (nada menos que la flor y nata del unitarismo), entendían menester poner al “mazorquero”, al “cómplice de la tiranía”, a manejar las relaciones exteriores del país, ¿quién iba a oponerse y esgrimiendo cuáles argumentos? El periódico El Mosquito, en su edición del 1 de agosto de 1875, lo ilustró con una caricatura en la cual aparecía vestido de arlequín y en actitud de desesperación, Mariano Varela (director del diario La Tribuna), mientras Avellaneda entregaba los atributos de la cancillería a Irigoyen, quien aparecía diciendo: “Aunque mi traje esté cortado a la antigua, tendrá siempre más mérito que un traje de paño inglés cortado en lo de Murrieta”. El significado surge clarísimo: lo de Rosas y su época (el traje de Irigoyen “cortado a la antigua”), era más meritorio que lo que vino después de Caseros, con la saga de deudas contraídas con los ingleses (durante la presidencia de Sarmiento, Mariano Varela había gestionado un empréstito con la banca londinense Murrieta & Co. -“traje inglés cortado en Murrieta”-, en condiciones más que deprimentes para nuestro país).


El 2 de agosto de 1875 firmó, pues, el presidente Avellaneda el decreto designando ministro a Bernardo de Irigoyen. De hecho, la noticia, halagüeña para los intereses argentinos; no cayó nada bien ni en la cancillería chilena ni en el imperio brasilero. El Mosquito, en su edición del 8 de agosto, lo ilustraba de este modo:


El emperador Pedro II, calzando botas de potro, montando a Mitre (representado como un macaco, en alusión obvia a su sumisión a los designios brasileros), y llevando unas boleadoras (que son los presidentes del Paraguay, Juan Bautista Gill; de Chile, Federico Errázuriz; y del Uruguay, Pedro Varela) con las que procura cazar un ñandú (Avellaneda) que lo para en seco con un más que expresivo: ¿Adónde va que lo maten compadre, vea que no es para todos la bota de potro!”. Arriba, Pedro II como macaco, queriendo apoderarse de la naranja (el Paraguay), y Gill diciéndole que para ello tendrá que romper la “botijuela” (que es la triple alianza). Y la burla al diario La Tribuna, representado en el arlequín Mariano Varela (“ministro de empréstitos provechosos”), y apareciendo detrás suyo Héctor Varela, en actitud severa y correctiva, y Bernardo de Irigoyen, sonriendo socarronamente.
Y una semana más tarde, El Mosquito nos presentaba al presidente Avellaneda, al ministro de Guerra Alsina y al ministro de Relaciones Exteriores Irigoyen, clavando nuestra bandera en la Patagonia, sin hacer caso de la “ravieta” (sic) del chileno Manuel Bilbao:


Se barruntaba que algo en esa Argentina post Caseros y Pavón estaba cambiando, merced a una evidente recuperación del espíritu nacional. No interesaba mayormente si al frente del país estaban la imponente estatura del Tigre Rosas o la esmirriada figura del Chingolo Avellaneda; sino que lo importante residía en la conciencia plena de argentinidad y en la firme resolución de defender a ultranza el interés nacional frente a las apetencias extranjeras.
En la próxima entrega de este artículo asistiremos, estimado lector, a los prodigios que en materia de diplomacia y geopolítica, realizó Bernardo de Irigoyen en favor de nuestra patria.

Continuará
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REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS

AGN, Fondo Tomás Guido, Sala VII.
         Secretaría de Rosas.
         Archivo Urquiza.
Amadeo, Octavio R., Vidas argentinas, Librería y Editorial La Facultad, Buenos Aires, 1934.
Barroetaveña, Francisco A., Don Bernardo de Irigoyen. Perfiles biográficos, Imprenta de M. Biedma e hijo, Buenos Aires, 1909.
Barros Van Buren, Mario, Historia diplomática de Chile, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1970.
Biblioteca Digital de Tratados del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Argentina, Tratado entre la Confederación Argentina y España del 9 de Julio de 1859.
Biblioteca Nacional de la República Argentina, diario La Gaceta Mercantil, recopilación y resumen de Antonio Zinny t. III, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, Buenos Aires, 1912.
Diario La Tribuna, varias ediciones de agosto y setiembre de 1874.
Gálvez, Manuel, Vida de Sarmiento, el hombre de autoridad, Editorial Tor, Buenos Aires, 1952.
Honorable Senado de la Nación Argentina, Diario de Sesiones de 1877.
Informes de los Consejeros Legales del Poder Ejecutivo desde 1868 hasta 1874 inclusive t. II, Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, Buenos Aires, 1891.
Museo Mitre, Correspondencia Sarmiento-Mitre 1846-1868, Imprenta de Coni Hermanos, Buenos Aires, 1911.
Partido Autonomista Nacional (una de sus fracciones), folleto de propaganda política Rasgos biográficos del Dr. D. Bernardo de Irigoyen, candidato a la presidencia de la República, publicados en 1880, ampliados por uno de sus amigos, Imprenta y Estereotipia de P. Buffet y Cía., Buenos Aires, 1886.
Periódico El Mosquito, varias ediciones desde 1875 hasta 1893.
Revista Caras y Caretas, varias ediciones desde 1899 hasta 1939.
Revista Todo es historia, edición de noviembre de 1977.
Rosa, José María, Historia Argentina ts. 6, 7 y 8, Editorial Oriente S. A., Buenos Aires, 1974.
Sáenz Quesada, María, La república dividida, 1852-1855, Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1974.
Sarmiento, Domingo F., Recuerdos de provincia, Imprenta de Julio Belin y Compañía, Santiago de Chile, 1850.
Sierra, Vicente D., Historia de la Argentina t. 1, Editorial Científica Argentina, Buenos Aires, 1972.
Varela, Héctor F., folleto Los hombres de Rosas y D. Bernardo Irigoyen, Establecimiento Tipográfico de Vicente Bona, Turín, 1875.
Velar de Irigoyen, Julio, Bernardo de Irigoyen. Algo en torno de una vida argentina, Talleres Gráficos Didot S.R.L., Buenos Aires, 1957.

jueves, 15 de septiembre de 2016

DESATANDO NUDOS





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

El 2 de julio de 1893, el gobierno del presidente Luis Sáenz Peña se vio sacudido por una crisis ministerial (una de las tantas que acaecieron durante su mandato), al renunciar el ministro del Interior, Miguel Cané -que era quien había formado el gabinete- por haberle negado en público (a través de un reportaje del diario Tribuna) Julio A. Roca su apoyo, luego de habérselo prometido en privado (eso según Cané; aunque por su parte, el Zorro siempre negó haberle dicho tal cosa). 
De resultas de ello, el presidente expresó su intención de renunciar también él; pero Cané le aconsejó que antes de precipitar su dimisión, convocara a reunión a Mitre, Roca y Pellegrini. Sáenz Peña aceptó la sugerencia. Al fin y al cabo, habían sido ellos quienes lo instaron a embretarse en una candidatura que no ambicionaba (sobre todo, Pellegrini, mal que les pese a los historiadores que tendenciosamente cargan toda la "culpa" de aquello sobre el Zorro, "olvidando" que si bien la idea de matar la postulación modernista de Roque Sáenz Peña levantando la de su padre, en efecto había sido de Roca; quien se prestó para esa transa politiquera fue el Gringo (quien a la sazón, era nada menos que presidente de la República), usando a Mitre de emisario "proponente". Pues entonces, qué embromar, ahora que lo ayudaran los tres a salir del embrollo en el que ellos mismos lo habían metido.
La reunión no estuvo a la altura de lo que cabía esperar dados los participantes. Mitre le sugirió al presidente que formara un gabinete "homogéneo", es decir, integrado por hombres que pertenecieran todos a un mismo signo político; pero Roca lo objetó, afirmando que un solo partido no estaba en condiciones de garantizar la gobernabilidad y que en su opinión, había que persistir en el camino del acuerdo. Dado que no coincidían ni le ofrecían soluciones; Sáenz Peña insistía con lo de su renuncia; hasta que intervino Pellegrini con un seco: "ya que ustedes no pueden gobernar, dejen al menos que lo haga el presidente". Y trascartón, aconsejó a éste que llamara a formar gabinete a Aristóbulo del Valle. El estupor de Roca -y de Mitre, pero sobre todo del primero- al oír aquello fue mayúsculo; pues en la práctica, significaba entregar en bandeja de plata el gobierno a los radicales.
Finalmente, Sáenz Peña siguió el consejo de Pellegrini y convocó a Aristóbulo del Valle a la tarea de formar gabinete (este último y el Gringo eran íntimos amigos; pero a la vez, decididos adversarios políticos). Ni bien Aristóbulo se abocó a sus funciones; Pellegrini viajó a las termas de Rosario de la Frontera buscando alivio para su quebrantada salud.
Como sabemos, la cosa empezó y terminó mal (click en este enlace para acceder a mi artículo Los espadachines de la elocuencia). La intransigencia de Alem (quien no sólo se negó a apoyar a Del Valle; sino que además lo obstaculizó en todo lo que pudo) hizo fracasar aquello que se dio en llamar "revolución desde arriba", y fue al propio Pellegrini -vuelto a toda prisa desde Rosario de la Frontera- a quien le cupo el tener que desplazar del ministerio a quien era su amigo ("voy a sacar a ese zonzo de Aristóbulo", fueron sus palabras al subirse al tren).
Pellegrini se enteró (por interpósita persona, porque no era habitual en el Zorro criticar en público) que Roca había vertido duros conceptos referidos a la sugerencia que él le había hecho al presidente Sáenz Peña de convocar a Del Valle; pero el Gringo nada dijo respecto a las vituperaciones de su socio político, limitándose a voltear el gabinete de Aristóbulo, "solucionando" así -según su criterio- la gaffe que se reprochaba -también según su criterio- haber cometido aconsejándole a don Luis un "remedio" que en los hechos -y por los motivos que fueren, no importa- resultó un fracaso.
Transcurrieron ocho años desde todo aquello y en 1901 se produjo la ruptura -que habría de ser definitiva- del tándem Roca-Pellegrini (click en este enlace para acceder a mi artículo Una mitad del país contra la otra. Cuarta parte: La deuda externa). El Zorro y el Gringo (que nunca habían sido amigos, lo cual probablemente fuera la razón de que la sociedad política que conformaron durase nada menos que veinte años) se dijeron de todo y se tiraron los platos por la cabeza como matrimonio mal avenido; aunque fieles cada uno de ellos a su índole: en público y a los gritos Pellegrini; y en privado, por conducto de terceras personas o en papelitos que escribía en soledad y sólo para sí, arrojándolos luego al cesto, Roca. Una de las apreciaciones de este último, fue que el Gringo era una "fuerza loca y explosiva" y que "no sabía deshacer nudos si no era cortándolos".
En 1899 Pellegrini había fundado el diario El País, en cuya redacción entró a trabajar de periodista un joven tucumano que habíale parecido muy promisorio (y el tiempo le daría la razón): Ricardo Rojas. Cuenta éste en su libro Pellegrini (Editorial Coni, Buenos Aires, 1921):

Yo era un adolescente sin fortuna, que vagaba soñando con la gloria por los limbos de esta ciudad –recién llegado de aquel pueblo mío donde dejé la tumba de mi padre- cuando Pellegrini me llevó a la redacción de "El País", iniciándose así mi vida de publicista en Buenos Aires. Había transcurrido más de un año sin que volviese a hablar con Pellegrini, cuando una noche, en momentos de gran revuelo político, me enviaron a consultarlo en su casa de la calle Maipú, sobre cosas que habrían de comentarse al día siguiente. Salió de su escritorio a recibirme, y una vez enterado de mis preguntas, calóse las gafas en la punta de la ancha nariz carnosa, y sentóse a concretar por escrito ciertas graves cuestiones. Quedó silencioso el aposento: no se oía sino el rasguido de su pluma ligera, mientras yo, sentado al frente en un sofá, me distraía mirando los tejuelos de una biblioteca giratoria cercana a mi asiento. Yo tenía entonces (y no importa saber si ha variado) una muy baja idea de la cultura literaria de nuestros políticos, y grande fué mi asombro al ver allí un tomito de sonetos de Shakespeare y otro de poesías de Swinburne, ambos en inglés, junto a un libro de Bryce, entre varios sobre la democracia en los Estados Unidos. Confieso que me llené de juvenil asombro, y me puse a pensar con acrecida admiración en el político singular que tenía delante. De pronto se oyó el golpe de su lapicera tirada sobre la mesa, y al alzar mi vista me encontré con la de Pellegrini, que en aquel momento me dirigió esta inesperada pregunta: “¿Usted es el del poema?” – Yo era “el del poema”, en efecto; pero no entendí la pregunta porque el poema en cuestión era mi primer libro, recién entregado al impresor, y no conocido sino por muy pocas personas. Le averigüé de dónde sacaba tan peregrinas noticias sobre autor tan inédito y Pellegrini me respondió: “Lo he sabido por Joaquín González. Anoche nos han sentado juntos en el banquete de Concha Subercasseaux, y, para no hablar de política, hemos hablado de literatura. Él me ha dado noticias de su poema con mucho elogio. Tráigamelo, porque me ha despertado curiosidad.” - Lleno de turbación bien explicable, le respondí que la obra estaba en prensa; que él no tendría tiempo de atender aquella cosa tan nimia; y que lo demás eran bondades de González. “Tráigamelo mañana a las diez, aunque sea en los originales o en las pruebas: vamos a leerlo juntos.” – Salí de aquella casa transfigurado; pasó la noche, llegó el siguiente día, corrí a la imprenta, recogí el manuscrito, lo empaqueté prolijamente, y volví a la casa de la calle Maipú, donde Pellegrini esperaba. Me instaló a su lado en el sofá de la noche anterior; puso el paquete sobre sus rodillas, y empezó a trabajar con la cuerda del envoltorio, que se había apretado en nudo ciego. Yo, nervioso, de impaciencia, quise tomar el paquete; él me apartó las manos: “Tenga paciencia, joven señor poeta.” - Le propuse que rompiera la cuerda: “No, señor –me contestó- los nudos hay que desanudarlos.” – Entonces, estimulado por aquella afectuosa familiaridad, me atreví a responderle: “Como la gente dice que usted no sabe desatar nudos, sino cortarlos...” Sonrióse paternalmente; aguzó las uñas, empecinóse de nuevo, separó al fin las cuerdas, diciéndome con aire de triunfo: “Ya podrá usted alguna vez decir que Pellegrini sabe cortar nudos; pero también, cuando se lo propone, sabe desanudarlos".

La intervención del Gringo y todo lo atinente a su consejo al presidente Sáenz Peña de llamar a Aristóbulo del Valle, se sabría recién trece años después y por testimonio directo del propio Pellegrini, quien lo contó el 11 de junio de 1906 en su discurso en la Cámara de Diputados de la Nación, tal como consta en el Diario de Sesiones de esos día, mes y año. 
Y con respecto a la anécdota narrada por Ricardo Rojas, lo que refiere ocurrió; la primera parte, el 19 de setiembre de 1902; y la segunda, al día siguiente, el 20. Y admito que el estimado lector podría, perfectamente y con todo derecho, preguntarme: "¿Y cómo cuernos sabe usted cuándo sucedió, si Pellegrini no dijo nunca nada sobre ello y Rojas en su libro no lo especifica? ¿Tiene, por acaso, la máquina del tiempo o es adivino?". 
Responderé que ni lo uno ni lo otro, y que en efecto, el escritor no aclara cuándo pasó; pero sí nos da otros datos que me han permitido elucidarlo. Le cuento: en la narración de Rojas; Pellegrini, con eso de "en el banquete de Concha Subercasseaux", se refiere a Carlos, un político y diplomático chileno así apellidado, que fue designado por el gobierno de su país ministro plenipotenciario ante el nuestro desde 1900 hasta 1903. Supe, entonces, que la acción se daba en ese período. Asimismo, Rojas refiere que Pellegrini le dijo que lo habían sentado "junto a Joaquín González", aludiendo, por supuesto, a Joaquín V. González, político, jurista, escritor, filósofo, educador e historiador; con el cual "por no hablar de política, hemos hablado de literatura" (y dicho sea de paso, en esta nuestra Argentina, nadie -salvo, quizá, Borges- leyó en su vida tantos libros como González; tengo para mí que los leyó todos, incluso uno inédito de poemas de un hasta allí ignoto autor como lo era por entonces Ricardo Rojas). Perdón por la digresión, sigo: Y, ¿por qué Pellegrini no querría hablar de política con González, con quien al fin y al cabo eran amigos y correligionarios en el PAN? Pues claro está que era porque ya se había producido la ruptura con Roca, de quien González era ministro; con lo cual acoté entonces el lapso al trienio 1901-1903. Además, constaté que Pellegrini estuvo con Concha Subercasseaux en tres banquetes: uno de ellos se dio en 1902, y los restantes en 1903; supe entonces que debía ceñirme a esos dos años. Por último, descarté 1903, ya que en uno de los banquetes, que tuvo lugar en la Casa Rosada el 24 de mayo de ese año, Pellegrini no estuvo sentado al lado de González, tal como puede apreciarse (con esfuerzo, dada la mala calidad de la imagen) en esta fotografía de la revista Caras y Caretas de por entonces, y como puede leerse en el texto de la nota en el cual se detalla cómo estaban distribuidos ante las mesas los asistentes: "A la derecha del general Roca tomaron asiento el ministro de Chile, doctor Drago, general Vergara, monseñor Sabatucci, ministro Avellaneda; á su izquierda el vice almirante Montt, teniente general Mitre, ministro González, contralmirante Muñoz Hurtado y ministro Fernández, alternándose a un lado y otro por orden de precedencia, los miembros del cuerpo diplomático con los secretarios de estado, los delegados chilenos funcionarios, miembros de la comisión de festejos, jefes del ejército y armada, delegados uruguayos, comandantes y oficiales de buques de guerra extranjeros, secretarios de la presidencia y edecanes, notándose con satisfacción la presencia del doctor Pellegrini":


El otro banquete, celebrado en julio de 1903 y que tuvo lugar en el Prince George's Hall, fue con motivo del retiro del país de Carlos Concha Subercasseaux, quien retornaba al suyo y fue despedido por Pellegrini en un emotivo discurso que pronunció esa noche. Y tampoco en esa oportunidad, estuvo el Gringo sentado junto a González, como puede apreciarse en la imagen publicada en Caras y Caretas en su edición del 11 de julio de ese año:


El banquete al que se refería Pellegrini era, pues, el de 1902, que se realizó en la legación chilena el 18 de setiembre y en el cual, efectivamente, el protocolo lo había ubicado junto a González. Ergo, si Rojas consigna en su libro que el Gringo le dijo "anoche"; eso sitúa el encuentro entre ambos el 19, y lo de "tráigamelo mañana a las diez"; nos ubica en el día siguiente, esto es, el 20. Y de paso, ignoro si los biógrafos de Rojas tendrán o no el dato del año de su ingreso como periodista al diario El País; pero por si no lo tenían, ahí está: fue en 1901, ya que escribe: "pasó más de un año sin que volviese a hablar con Pellegrini".
Tenemos entonces que efectivamente, el Gringo sí sabía desatar nudos y no sólo cortarlos, como había afirmado el Zorro. Aunque claro, como le dijo a Rojas, eso "cuando se lo propone"; con lo cual uno podría lamentar que no se lo haya propuesto cuando, por ejemplo, apeló a cortar el nudo, declarando "rotos todos mis vínculos con el gobierno del general Roca", provocando así la fractura de una de las sociedades políticas más exitosas que hayamos tenido por estas tierras. O cuando tampoco se propuso deshacer el nudo con el que había atado a su íntimo amigo y socio, Roque Sáenz Peña, frustrando en 1892 el acceso de éste a la presidencia y atrasando el reloj de la historia argentina en 18 años.
Pero eso sí: con sus aciertos y errores, virtudes y defectos, méritos y deméritos, grandezas y miserias, eran otros políticos, eran otros hombres más hombres los nuestros. Y se me antojan ellos tan, pero tan lejos de los fantoches de este nefasto y oprobioso presente; que el sólo pensarlo me remite a la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
En fin...

-Juan Carlos Serqueiros-

jueves, 25 de agosto de 2016

PERICO, EL BAILARÍN


















Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Cielo, mi cielito lindo,
danza de viento y juncal,
Prenda de los tupamaros,
flor de la Banda Oriental.
Con Venancio Benavides
y Perico, el bailarín,
saldremos a chuza y bola,
a gatas suene el clarín.

(Cielo de los tupamaros, Osiris Rodríguez Castillos)

Este cielito, compuesto por ese extraordinario músico popular que fue Osiris Rodríguez Castillos, hace mención a un personaje conocido como Perico, el bailarín, cuya figura histórica es muy popular en el Uruguay y en el sur del Brasil, pero prácticamente desconocida en la Argentina y en Chile; a pesar de que se trata nada menos que de un héroe de la Independencia Americana.
La composición musical (bellísima) de don Osiris, menciona en su letra como tupamaros a Venancio Benavides y a Perico, el bailarín; pero éstos no eran estrictamente “tupamaros”, ya que así llamaron (por Túpac Amaru) las autoridades coloniales españolas, más precisamente; el comandante de la escuadra en Montevideo, un tal brigadier José María Salazar -que se opuso al reconocimiento de la Junta formada en Buenos Aires durante la Revolución de Mayo, por motivos tan “ideológicos” como el de alegar que la misma había dispuesto la reducción de “los sueldos de los oidores y mañana harán lo mismo con los de los marinos” (o sea, un eufemismo para no referirse directamente a su preocupación por el sueldo… suyo)-, a los patriotas montevideanos, es decir, a los patriotas urbanos; no a los rurales, entre los cuales se hallaban Venancio Benavides y “Perico, el bailarín”. El conato de revolución montevideana de los llamados “tupamaros”, sería sofocado el 12 de julio de 1810 por este Salazar y sus esbirros. 
No obstante lo enunciado precedentemente, quedó instalada en el imaginario popular uruguayo la costumbre de llamar generalmente “tupamaros” a todos los patriotas de la Banda Oriental de ese período 1810-1811, sin distinguir entre los de la ciudad y los de la campaña.
Desechemos a Venancio Benavides, ya que su actuación en el bando patriota duró casi nada (poco después se pasaría nuevamente a los realistas), y concentrémonos en “Perico, el bailarín”.
El así apodado, era un gaúcho brasilero que se llamaba en realidad Pedro José Vieira Fernandes (que después, con el transcurrir del tiempo, se convertiría para la historiografía rioplatense, en Pedro José Viera y Fernández, apocopado luego en Pedro Viera, y como tal, lo mencionaré de aquí en adelante).
Pedro Viera había nacido circa 1779 en Viamão, una población de Río Grande do Sul, en el Brasil, de padres nativos de la misma zona y descendientes de familias procedentes de las islas Azores. Siendo todavía casi adolescente o poco más, se marchó de su casa familiar y se dedicó a las tareas rurales en el espacio geográfico comprendido por Río Grande do Sul, Santa Catarina y la Banda Oriental, desempeñando los oficios de peón, arriero, capataz (y muy probablemente, de contrabandista). En sus andanzas por esas inmensidades, conoció a  José Artigas. Alrededor de 1805, el trashumante Pedro Viera, ya convertido en un hombre vastamente conocido y respetado en la campaña oriental, ámbito en el que había logrado un bien ganado prestigio (poseía una irresistible simpatía personal, gran generosidad, notable don de gentes, y a la vez; era osado, corajudo, y sobre todo, muy diestro y rápido en el manejo del cuchillo), se aquerenció en Villa Soriano, donde en 1809 se casaría con Juana Chacón Alvarez.
Allí recibiría, al igual que el precedentemente citado Venancio Benavides, la comunicación de Artigas en la que éste les informaba que el 15 de febrero de 1811 había dejado su puesto de capitán español de blandengues, para ponerse al servicio de la causa patriota encabezada por la Junta de Buenos Aires.
Inmediatamente, Viera y Benavides convocaron en nombre de Artigas al gauchaje oriental de Mercedes y Soriano, y el 28 de febrero de 1811, ambos, junto a Francisco de Haedo, con más el apoyo de un grupo de blandengues al mando del teniente Ramón Fernández; se constituyeron en referentes de esas masas rurales, en el suceso que pasaría a la historia como el Grito de Asencio. Al respecto diría Artigas: "Desde mi arribo a Paysandú dirigí varias cartas a los sujetos más caracterizados de la campaña como de la ciudad de Montevideo… los que se ofrecieron con sus bienes y todas sus facultades a impulsarse en obsequio de nuestra sagrada causa".
A Pedro Viera -uno de los principales entre los “sujetos más caracterizados”, como los llamaba el propio Artigas en su carta, se lo conocía popularmente en la campaña como Perico, el bailarín, por varios motivos: su locuacidad, lo que llevaba a considerarlo tan parlanchín como un loro (o un “perico”); su primer nombre de pila, Pedro (así como a los José se los llama Pepe, o a los Francisco se les dice Pancho, a los Pedro es muy común que los apoden Perico); y lo de “el bailarín”, por supuesto, como no podía ser de otra manera, era por sus dotes de eximio zapateador y danzarín.
En el proceso revolucionario de la Banda Oriental, Pedro Viera (quien, dicho sea de paso, había tenido algunos roces y diferencias con Artigas) llegaría al grado de coronel, y posteriormente, se integraría en ese carácter al Ejército de los Andes al mando del general San Martín, participando en la batalla de Chacabuco.
Y de hecho, los festejos dispuestos por San Martín luego del triunfo, en medio del delirio del pueblo chileno, exultante por la victoria, fueron organizados por Pedro Viera, quien fue el bastonero de los muchos pericones (la danza conocida como pericón, tomó su nombre del bastonero que la dirigía, al que se llamaba precisamente, el perico) que se bailaron en los 3 días subsiguientes al suceso bélico.
Posteriormente, Perico, el bailarín seguiría guerreando, al mando del otro Libertador: Bolívar.
Nada más se sabría de Pedro Viera una vez finalizada la Guerra de la Independencia Americana, hasta que en 1835, producida en Río Grande do Sul la revolución farroupilha en contra del imperio, y la proclamación de la República Juliana; nos reencontramos con Perico, el bailarín, combatiendo del lado de los farrapos contra los caramurús imperiales.
Pedro Viera -se cree y acepta generalmente por tradición oral (no hay respaldo documental)- murió en 1844, en sitio ignorado, en fecha no precisada y en circunstancias desconocidas. 
Vaya este emocionado recuerdo a Perico el bailarín, oficial de Artigas, San Martín y Bolívar.

-Juan Carlos Serqueiros-

viernes, 19 de agosto de 2016

LA FOTO "TRUCHADA" DEL ZORRO



FOTOGRAFÍA DE JULIO A. ROCA SUPUESTAMENTE DEDICADA DE SU PUÑO Y LETRA A SEVERO CHUMBITA

Escribe: Juan Carlos Serqueiros

El historiador Hugo Chumbita recoge y hace suya una versión que afirma que tras la detención -en octubre de 1871 (y justo en martes 13)-, juicio y condena del coronel chachista-varelista Severo Chumbita (antepasado suyo) y posterior indulto por parte del presidente Nicolás Avellaneda en 1877; Julio A. Roca le habría mandado a través de un emisario, esta foto suya con dedicatoria, y una invitación para que "bajara a Buenos Aires a los fines de conferirle un grado militar y resarcirlo de los desmanes que sufrió en su hacienda" (sic).
También sostiene dicho historiador que el montonero rechazó altivamente el ofrecimiento contestando: "Si él quiere verme, a la misma distancia estamos" (sic).
A partir de que Chumbita publicó eso -en la revista Todo es historia (sí, la fundada por Félix Luna, y dicho sea de paso; precisamente el abuelo y homónimo de éste había sido el fiscal que pidió la pena de muerte para Severo), en su edición N° 541, de agosto de 2012-, otros historiadores lo reprodujeron, y encima; alguno agregó suposiciones de su propia cosecha, como por ejemplo, la de consignar que la foto es "de 1870".

 
Por mi parte, afirmo que: 1) la foto no es "de 1870" -ni tampoco de los tiempos en que el Zorro luchó contra los montoneros, agrego, por las dudas alguno se largue a inferir eso-; sino que está tomada casi diez años después, cuando Roca era ministro de Guerra del presidente Avellaneda (1878-1879), y 2) que la letra de la dedicatoria no es la suya (y más aún; ni siquiera es parecida).

¿Significa eso que la afirmación de Hugo Chumbita de que Roca, después de haberlo combatido, quiso favorecer a Severo luego de haber sido éste indultado es un completo delirio (tal como lo es ese disparate suyo de "San Martín hijo de Diego de Alvear y Rosa Guarú")? 
Y... no, no necesariamente; porque cabe dentro de lo posible que el Zorro le haya tendido un puente al riojano (después de todo, no hay que olvidar que Roca hizo indultar por el presidente Evaristo Uriburu a Ignacio Monjes, quien había atentado contra su vida, y no solamente eso, sino que además; hasta le consiguió trabajo).
Pero una cosa es admitirlo como posibilidad (posibilidad, dije; no probabilidad), y otra muy distinta aseverarlo tajantemente y sin asomo de duda como hace Chumbita, sin tener prueba alguna que respalde su afirmación.
En fin, seguí participando, Chumbita; capaz que alguna vez, uno de esos tantos tiros sin ton ni son, te sale al arco y ¡zas, gol!
Ah, casi me olvido de citar esta ironía del destino: Roca asumió como presidente de la Nación el 12 de octubre de 1880. Ese mismo día, Severo Chumbita moría en Miraflores.

-Juan Carlos Serqueiros-
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REFERENCIAS

Revista Todo es historia, edición N° 541, Buenos Aires, agosto de 2012.
Robledo, Víctor H., El montonero Severo Chumbita, editorial Canguro, La Rioja, 1998.