Escribe: Juan Carlos Serqueiros
Para mayo de 1886 la situación política en lo concerniente a la pugna entre partidos, ya estaba definida. El período presidencial de Julio A. Roca (el primero: 1880-1886; porque tendría un segundo: 1898-1904) vencía ese año, y de las elecciones realizadas el 11 de abril, emergieron los colegios electorales que proclamarían presidente de la Nación a Miguel Juárez Celman (concuñado de Roca y candidato por el roquismo, es decir, el oficialismo) por 168 votos contra 32 para Manuel Ocampo y 13 para Bernardo de Irigoyen —postulados por la coalición denominada Partidos Unidos, conformada por el rochismo, el mitrismo y el bernardismo, llamados así por ser sus principales referentes Dardo Rocha, Bernardo de Irigoyen y Bartolomé Mitre respectivamente (además de Aristóbulo del Valle, Domingo Faustino Sarmiento y Vicente Fidel López)—; y vicepresidente a Carlos Pellegrini —también por el oficialismo, obviamente— por 179 votos contra 28 para Rafael García, 3 para Luis Sáenz Peña y 3 para Bartolomé Mitre.
Consecuentemente, para mayo le quedaban a Roca cinco meses por delante para concluir su mandato el 12 de octubre, fecha en la que traspasaría la presidencia a Juárez Celman: Meses durante los cuales debía inaugurar el 24° período de sesiones del Congreso, que comenzaría el 10. La ceremonia estaba prevista para ese día (caía lunes) a las tres de la tarde.
Minutos antes de esa hora, un Roca vestido con uniforme de gala, con la cabeza cubierta por un bicornio y luciendo la banda presidencial, recogió de su mesa de trabajo los papeles en que había escrito el discurso que pronunciaría, salió de la Casa de Gobierno y cruzó la calle en diagonal para dirigirse al Congreso, que distaba menos de una cuadra (me refiero al viejo edificio del Congreso, que estaba situado en la esquina de las calles Balcarce y de la Victoria —la actual Hipólito Yrigoyen—), con entrada por Balcarce 139, acompañado por sus ministros y otras personalidades.
Un corto número de personas observaba la escena (“una multitud se apiñaba en la plaza 25 de Mayo... hallándose asimismo las azoteas y balcones de La Bolsa, Correo, Aduana y Altos de Escalada, coronados de gente”, fantaseaba el diario La Nación, que se ha caracterizado por tener un curioso concepto a la hora de definir lo que es multitud).
Minutos antes de esa hora, un Roca vestido con uniforme de gala, con la cabeza cubierta por un bicornio y luciendo la banda presidencial, recogió de su mesa de trabajo los papeles en que había escrito el discurso que pronunciaría, salió de la Casa de Gobierno y cruzó la calle en diagonal para dirigirse al Congreso, que distaba menos de una cuadra (me refiero al viejo edificio del Congreso, que estaba situado en la esquina de las calles Balcarce y de la Victoria —la actual Hipólito Yrigoyen—), con entrada por Balcarce 139, acompañado por sus ministros y otras personalidades.
Un corto número de personas observaba la escena (“una multitud se apiñaba en la plaza 25 de Mayo... hallándose asimismo las azoteas y balcones de La Bolsa, Correo, Aduana y Altos de Escalada, coronados de gente”, fantaseaba el diario La Nación, que se ha caracterizado por tener un curioso concepto a la hora de definir lo que es multitud).
Al pasar la comitiva, las tropas formadas del regimiento 1 de Infantería al mando del coronel (meses después ascendido a general) Antonio Donovan, presentaron armas al presidente, y la banda militar comenzó a tocar la marcha Ituzaingó.
De repente ("siendo exactamente las 15.10 hs. —consigna La Nación—, a escasos metros de la puerta de acceso al Congreso y cuando el primer mandatario subía a la vereda, un sujeto surgió de entre el gentío y levantando un puño en el que tenía una piedra, lo golpeó en la cabeza. Cuando se aprestaba a asestarle otra vez, Carlos Pellegrini —que era muy alto y de fuerza hercúlea— lo tomó de atrás ("lo acogotó con el brazo derecho", dice La Nación en la nota publicada respecto al incidente en su edición del 11 de mayo de 1886) y lo inmovilizó; mientras el senador David Argüello le tiraba de la barba ("de los cabellos", según La Nación). Por su parte, el general Nicolás Levalle, integrante de la comitiva, vociferaba ordenándole a Donovan "desplegar sus tropas en batalla" ( convengamos en que era un tanto excesivo lo del hombre, ¿no?). Otro de los militares que acompañaban a Roca gritaba: "¡Que lo envasen con la espada!", y uno que calzaba los mismos puntos, se preparaba a hacerlo; pero Pellegrini, sereno, lo llamó al orden, impidiéndoselo. Vicente Casares, que asistía a todo desde el balcón de la casa de sus padres, clamaba desde allí: "¡No lo maten!". Pellegrini entregó al agresor (que desde el suelo pedía insistentemente "¡Mátenme!") al comisario Baldomero Cernadas, quien lo esposó. Costó a la policía sacarlo de entre los soldados que le estaban dando una tremenda golpiza ("Pellegrini ordenó la calma, aunque no pudo impedir —en la vereda de Balcarce— los trompis sobre el criminal", pone La Nación).
De repente ("siendo exactamente las 15.10 hs. —consigna La Nación—, a escasos metros de la puerta de acceso al Congreso y cuando el primer mandatario subía a la vereda, un sujeto surgió de entre el gentío y levantando un puño en el que tenía una piedra, lo golpeó en la cabeza. Cuando se aprestaba a asestarle otra vez, Carlos Pellegrini —que era muy alto y de fuerza hercúlea— lo tomó de atrás ("lo acogotó con el brazo derecho", dice La Nación en la nota publicada respecto al incidente en su edición del 11 de mayo de 1886) y lo inmovilizó; mientras el senador David Argüello le tiraba de la barba ("de los cabellos", según La Nación). Por su parte, el general Nicolás Levalle, integrante de la comitiva, vociferaba ordenándole a Donovan "desplegar sus tropas en batalla" ( convengamos en que era un tanto excesivo lo del hombre, ¿no?). Otro de los militares que acompañaban a Roca gritaba: "¡Que lo envasen con la espada!", y uno que calzaba los mismos puntos, se preparaba a hacerlo; pero Pellegrini, sereno, lo llamó al orden, impidiéndoselo. Vicente Casares, que asistía a todo desde el balcón de la casa de sus padres, clamaba desde allí: "¡No lo maten!". Pellegrini entregó al agresor (que desde el suelo pedía insistentemente "¡Mátenme!") al comisario Baldomero Cernadas, quien lo esposó. Costó a la policía sacarlo de entre los soldados que le estaban dando una tremenda golpiza ("Pellegrini ordenó la calma, aunque no pudo impedir —en la vereda de Balcarce— los trompis sobre el criminal", pone La Nación).
El ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Eduardo Wilde (amigo de Roca y prominente médico higienista, de abnegada y heroica actuación durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871), improvisó una enfermería en la Secretaría General de la Cámara de Diputados, y procedió a asistir al presidente, que seguía sangrando profusamente. Limpió la herida, le puso árnica para detener la hemorragia y después de asegurarse de que no hubiese arterias rotas que ligar; sobre ella colocó un apósito hecho "a partir de un pañuelo" —pañuelo ese que era del ministro de Hacienda, Wenceslao Pacheco, y que podemos apreciar en esta imagen del Museo Histórico Nacional—:
Dicho sea de paso, se ha difundido hasta el hartazgo el mito del supuesto diálogo entre Roca y Wilde: "—Doctor Wilde, esta es la primera cachetada que he recibido en mi vida", habríale dicho el Zorro a su ministro; y este habría contestado: "—No es usted solo, señor presidente, quien la recibe; sino el decoro de la República". Absurdo por donde se lo mire. Roca y Wilde eran íntimos amigos y el tratamiento usual entre ellos era el cotidiano y familiar vos; no los acartonados "usted", "doctor" y "señor presidente". Por otra parte, suponerlos a Roca —que había ganado cada uno de sus ascensos en un hecho de armas— preocupado en semejantes circunstancias por aclararle a su ministro que esa era "la primera cachetada que recibía en su vida" (como si su padre, su madre o quizá algún superior, no le hubieran aplicado jamás algún que otro chirlo o soplamocos); y a Wilde, concentrado en evaluar la gravedad y curarle la herida que sangraba copiosamente, acordándose ¡justo en ese momento! del "decoro de la República", raya en lo cómico. Pero bueno, son esas chafalonías con las que los mitómanos se empeñan en adornar artificiosamente la historia, como si ésta precisara de ello. En fin...
Seguidamente, un Roca que estaba mucho más pálido que lo natural en él (era de tez muy blanca, cabellos rubios y ojos grises azulados), notoriamente demacrado, con la cabeza vendada y la banda presidencial manchada con un cuajarón de sangre; se dirigió al recinto de sesiones:
Y allí se excusó de pronunciar el discurso que tenía preparado para la ocasión, pues "un incidente imprevisto me priva de la satisfacción de leer mi último mensaje que como presidente dirijo al Congreso de mi país. Hace un momento, sin duda un loco, al entrar yo al Congreso, me ha herido en la frente no sé con qué arma", dijo. Después —con escasa memoria a la hora de recordar sus propios "procedimientos", diría yo; porque justamente había sido su ministro Pellegrini quien desde el ministerio de Guerra bajó la orden presidencial de "ganar las elecciones cueste lo que cueste"— en un grand coup lors, ya que situaba el juego en campo contrario: el del mitrismo, y con el estiletazo de una fina ironía, además; lo que viene a demostrar que, aún conmocionado por el atentado que había sufrido y debilitado por la pérdida de sangre; la astucia del Zorro estaba ahí, inalterable como siempre, dijo: "Se habla de fraudes, de violencias, de abusos de autoridad. Las elecciones se han realizado con no menos libertad ni garantías que en las administraciones de los ilustres argentinos que me han precedido en el gobierno". Y concluyó manifestando que estaba "con la conciencia tranquila, el ánimo sereno, acariciando la idea del retiro y el silencio que las democracias reservan a quien las ha servido bien o mal, sin odios ni rencores para nadie, ni siquiera para el loco que acaba de agredirme".
Seguidamente, un Roca que estaba mucho más pálido que lo natural en él (era de tez muy blanca, cabellos rubios y ojos grises azulados), notoriamente demacrado, con la cabeza vendada y la banda presidencial manchada con un cuajarón de sangre; se dirigió al recinto de sesiones:
Un óleo de Juan Manuel Blanes que se encuentra en el salón de los Pasos Perdidos del edificio del Congreso Nacional (el actual, quiero decir) recuerda la escena:
Trascartón, Roca se retiró del Congreso y abordó un carruaje que lo trasladó a su casa, donde Wilde, ahora acompañado de los doctores Crespo y Costa, volvió a examinar la herida y le practicó un nueva curación. Tan eficientemente, que el vendaje recién fue retirado tres días después, y en el término de veinticuatro, había sanado completamente.
Pero a todo esto veamos: ¿quién era el autor del atentado y qué fue de él luego de ser entregado a la policía?
Se trataba de un hombre de 36 años de edad, oriundo de la provincia de Corrientes, llamado Ignacio Monjes ("Ignacio Monge" consigna erróneamente La Nación), según consta en el expediente judicial titulado "Monjes, Ignacio - Tentativa de asesinato al presidente de la República don Julio A. Roca - Juez Doctor Julián L. Aguirre, Secretario Román Bourel.
Monjes había actuado en la guerra del Paraguay, en las campañas del gobierno de Sarmiento contra López Jordán, y en la sublevación correntina en apoyo a la porteña del gobierno de Tejedor contra el de Avellaneda. Provenía de una antigua familia unitaria y mantenía estrechos vínculos con el Partido Liberal, tanto con el de su provincia, como con el de Buenos Aires, lo cual no necesariamente significa que "militara" en sus filas, como han afirmado la mayoría de los historiadores que se ocuparon del caso; o que "no tenía militancia política", como sostuvieron tajantemente otros. La verdad es que Monjes era ardorosamente unitario y liberal en cuanto a sus ideas y a sus actos; pero eso no lo hacía "carne de comité" ni "elemento de acción", es decir, un matón al servicio del caudillo de turno. Distaba mucho de ser un "gaucho malo" y "compadre" arrastrado hasta descender al asesinato político por "lealtad partidaria", como ocurrió —por ejemplo— con el famoso Juan Moreira, que había puesto su daga sucesivamente al servicio de alsinistas y mitristas en pos de un indulto que jamás le llegó.
Pero a todo esto veamos: ¿quién era el autor del atentado y qué fue de él luego de ser entregado a la policía?
Se trataba de un hombre de 36 años de edad, oriundo de la provincia de Corrientes, llamado Ignacio Monjes ("Ignacio Monge" consigna erróneamente La Nación), según consta en el expediente judicial titulado "Monjes, Ignacio - Tentativa de asesinato al presidente de la República don Julio A. Roca - Juez Doctor Julián L. Aguirre, Secretario Román Bourel.
Monjes había actuado en la guerra del Paraguay, en las campañas del gobierno de Sarmiento contra López Jordán, y en la sublevación correntina en apoyo a la porteña del gobierno de Tejedor contra el de Avellaneda. Provenía de una antigua familia unitaria y mantenía estrechos vínculos con el Partido Liberal, tanto con el de su provincia, como con el de Buenos Aires, lo cual no necesariamente significa que "militara" en sus filas, como han afirmado la mayoría de los historiadores que se ocuparon del caso; o que "no tenía militancia política", como sostuvieron tajantemente otros. La verdad es que Monjes era ardorosamente unitario y liberal en cuanto a sus ideas y a sus actos; pero eso no lo hacía "carne de comité" ni "elemento de acción", es decir, un matón al servicio del caudillo de turno. Distaba mucho de ser un "gaucho malo" y "compadre" arrastrado hasta descender al asesinato político por "lealtad partidaria", como ocurrió —por ejemplo— con el famoso Juan Moreira, que había puesto su daga sucesivamente al servicio de alsinistas y mitristas en pos de un indulto que jamás le llegó.
Del expediente judicial surge que Monjes actuó solo y por su exclusiva cuenta; pese a que las primeras investigaciones (las policiales, no las judiciales) se inclinaron hacia la hipótesis de una conspiración, debido a la existencia de determinados indicios y antecedentes en tal sentido. Ocurría que por ese tiempo, Monjes —que estaba sin empleo— vivía en casa de su comprovinciano Manuel Florencio Mantilla —que era director del Archivo General de la Nación— en el domicilio de éste en la calle Perú n° 99. Es pertinente recordar aquí que Mantilla fue el "Mitre correntino", es decir, el creador de una historia amañada para servir a los postulados e intereses del orden liberal impuesto a sangre y fuego en el país, post Caseros y Pavón.
La policía estaba perfectamente al tanto de que dos años antes había existido un complot para apresar y asesinar al presidente Roca, en el que anduvieron entreverados Dardo Rocha, Máximo Paz y Carlos D'Amico, lo cual (según cuenta este último en su libro Buenos Aires, sus hombres, su política) no se verificó debido a una supuesta traición de Paz, quien habría sido un elemento infiltrado en la conspiración por el mismo Roca, que pudo de esa manera enterarse de lo que se tramaba en su contra. Entonces, para el día del atentado, siendo Rocha como consigné antes, uno de los referentes principales de la oposición a Roca, y siendo asimismo Mantilla tenazmente antirroquista (en 1880, como diputado nacional, se había negado a trasladarse a la localidad —hoy barrio— de Belgrano, declarada capital nacional provisoria por decreto de Avellaneda; y fue considerado dimitente, cesando (de hecho y por imposición) en sus funciones de diputado, y además; al regresar a su provincia fue proscripto y desterrado, con todo lo cual se entiende su antirroquismo, ¿no?; tenía cierta lógica el que la policía se inclinara en principio a encuadrar lo de Monjes en un complot opositor, orientando la investigación desde esa presunción. Investigación que, a horas nomás de iniciada, demostró que el supuesto del que se partía era incorrecto y que no cabía la posibilidad de ninguna conspiración organizada por los partidos opositores, por otra parte. Minutos después del atentado y ya detenido Monjes, la policía secuestró la piedra de la que se había valido éste para atacar a Roca, que resultó ser un trozo de ladrillo refractario de manufactura inglesa de 10 cm. de ancho y que pesaba 675 g., es decir, un cascote y no un adoquín como se informó al principio; que podemos ver en esta imagen perteneciente al Museo Histórico Nacional.
Así pues, al incoarse el 13 de mayo la causa contra Monjes, el juez Aguirre sabía a qué atenerse. Pidió los pertinentes informes periciales, que abarcaron desde los referidos al arma utilizada, hasta los exámenes psíquicos (Monjes hacía trece años que sufría de frecuentes ataques de epilepsia y su abogado Jorge Argerich estimaba que una declaración de insania mental lo salvaría, o por lo menos beneficiaría notoriamente su situación procesal). Convengamos en que la defensa muchas alternativas no tenía: Monjes cometió el atentado delante de cientos de testigos, había sido apresado in fraganti, y en la indagatoria había declarado que: "Lo hizo para salvar a la Patria y porque quiere la libertad para ella, que esa idea la tuvo desde esa mañana al haber sabido que se abría el Congreso. Al herirlo (al presidente) lo hizo con la intención de detenerlo en sus malos procederes, matándolo si el golpe resultaba mortal. Que el hecho lo cumplió solo, que no estaba ebrio y sí en su sano juicio". Después, en una ampliación dijo que: "Su intención fue además de salvar la patria, mejorar de situación (nota mía: se refiere a su situación socio-económica personal) con el cambio de gobierno". Y por último, en otra ampliación declaró: "La idea, la intención de darle muerte, la tuvo recién al verlo salir de la Casa de Gobierno en dirección al Congreso y que a nadie comunicó su propósito". Contundente, ¿no? Como canta el Indio Solari: "Pintan mal las cosas para él, mi viejo, pintan mal".
No obstante, es de hacer notar que la estrategia elegida por Argerich para la defensa, denotaba su habilidad abogadil. Digo, en esos tiempos de orden liberal (en lo teórico las más de las veces; que no en lo práctico) y de "odio eterno a la tiranía" (Rosas), el pintar a Monjes como un fanático de la libertad en lucha solitaria y desigual para "librar al país de otro tirano" (Roca), era más que conveniente.
Y le dio buenos resultados, porque vastos sectores de la opinión pública empezaron a mirar a Monjes desde esa óptica, y porque el informe psiquiátrico de los peritos forenses doctores Marcelino Aravena y Julián Fernández, aconsejaba al juez que "su culpabilidad debe ser atenuada".
Debía estar todavía felicitándose a sí mismo Argerich por sus dotes de leguleyo, cuando el fallo del juez Carlos Miguel Pérez cayó sobre él (o mejor dicho, sobre Monjes) como un mazazo: el 10 de mayo de 1887 (exactamente al cumplirse un año del atentado a Roca) emitió su veredicto considerando al imputado incurso en el delito de tentativa próxima de asesinato ejecutado con premeditación y alevosía y sentenciándolo a diez años de presidio que cumplirá en la cárcel penitenciaria, inhabilitación absoluta para ejercer cargos públicos por el tiempo de la condena y la mitad más, e interdicción civil mientras dure la pena (arts. 95, 12 y 83, inc. 1 del Código Penal).
El fallo fue apelado a la Cámara y ésta primero giró el expediente al Consejo de Higiene pidiéndole taxativamente que se expida acerca de una sola cuestión: "Si Monjes está demente". Pero al considerar insatisfactoria e inadmisible la respuesta de dicho organismo (que sugería un cambio de paradigmas en el criterio penal), solicitó otro informe psiquiátrico para lo cual designó dos nuevos peritos, los cuales consultados en tal sentido manifestaron que "nada revela que el procesado Ignacio Monjes esté actualmente en estado de demencia". La Cámara ratificó entonces el 3 de setiembre de 1888 la sentencia del juez Pérez, pero morigeró las condiciones de encarcelamiento, estipulando que el condenado debería cumplir la pena en presidio y no en cárcel penitenciaria (la diferencia no era una cuestión menor, porque relevaba al preso de los trabajos forzados y además le posibilitaba recibir ayuda de extramuros) y especificando que el plazo debía contarse a partir del 6 de julio de 1887.
Condenado y recluido que fue Monjes, todo el mundo lo olvidó pronto. Todo el mundo... menos Roca.
El 22 de enero de 1895 renunció el presidente Luis Sáenz Peña, en función de lo cual asumió el vice, José Evaristo Uriburu, que era una hechura del Zorro y a quien éste ¡hasta le indicó quiénes debían ser los ministros que habrían de integrar el gabinete! El 28 de octubre Roca (que presidía el Senado) se hizo cargo en ese carácter de la presidencia de la Nación por enfermedad de Uriburu, hasta el 8 de febrero de 1896, fecha en la que restablecida ya su salud, este último reasumió. Después de eso, Roca le pidió a Uriburu que decretase el indulto para Monjes (a quien le faltaba uno para cumplir los diez años de su condena) y Uriburu así lo hizo, el 9 de julio. El Zorro hizo llamar a su presencia al correntino, le dijo que todo el incidente quedaba olvidado, y le anunció que le había conseguido un empleo.
Dependiendo del grado de adhesión o de rechazo hacia la figura histórica de Roca, algunos han interpretado el hecho como indicativo de su magnanimidad, y otros sostienen que lo hizo por oportunismo. A modo de ejemplo, voy a citar, de entre los primeros, lo que se consigna en el Museo Roca - Instituto de Investigaciones Históricas, que es obviamente, un organismo oficial:
El 10 de mayo de 1886, el presidente Roca se dirige al Congreso para dar su último mensaje. Antes de llegar es atacado por Ignacio Monges (sic) con una piedra que lo hiere en la frente sin mayores consecuencias. El agresor resultó ser un desequilibrado, a quien Roca perdonó, ocupándose de su futuro.
Y de entre los segundos, he seleccionado lo que al respecto sostiene José María Rosa, en su Historia Argentina t. 8 ps. 229 y 230:
La impopularidad de Roca quedó demostrada en ese atentado (...) En un gesto políticamente cotizable, indultó a Monges (sic) y le buscó un modesto empleo.
Por mi parte, no creo que Roca hiciera eso por magnanimidad ni por oportunismo político; sino que estimo que debe de haber tenido otros motivos que lo impulsaron a ello. Si hubiera querido proceder con benevolencia y benignidad, no hubiera esperado diez años para gestionar la libertad de Monjes; pues le hubiera bastado con pedirles a Juárez Celman, o a Pellegrini o a Luis Sáenz Peña que lo indultaran y sin duda alguna cualquiera de ellos habría accedido; tal como accedió Uriburu. ¿O alguien cree que se iban a negar a la petición de quien era, además de la víctima del atentado; la figura rectora de la política nacional? Sin embargo, esperó hasta que sólo le restara al correntino un año para cumplir su condena, para gestionarle la libertad. Y —aclaro, porque siempre hay algún poco avisado que cuando uno escribe "caballo", se empeña en interpretarlo como "mancarrón"— no pretendo negar que Roca haya sido esa vez magnánimo, porque lo fue en muchas ocasiones; ni estoy en modo alguno minimizando el gesto que tuvo para con Monjes, porque se necesita tener grandeza de alma para perdonar a alguien que quiso matarnos, y el Zorro la tuvo. Lo que quiero dejar estipulado es simplemente que para mí, no actuó en esa oportunidad guiado por la intención de ser magnánimo, sólo eso.
Y tampoco me parece que lo hiciera por oportunismo político, porque a ver: ¿qué representaba Monjes en términos cuantitativos, es decir, en votos? La respuesta es: nada, ni un solo voto, ni tan siquiera el propio. ¿Qué simpatías que se tradujeran en sufragios iba a acarrearle a Roca el gestionar el indulto para alguien que estaba preso desde hacía nueve años y que no poseía capital político alguno? Si hubiera actuado por oportunismo político, o sea, por interés, ¿acaso no le hubiera convenido mucho más recomponer las cosas con personas infinitamente más relevantes que Monjes en ese mundillo de la política? Además, no se le dio al hecho trascendencia periodística alguna: ni La Prensa, ni La Nación y ni siquiera Tribuna (el diario del propio Roca), dedicaron espacio a batir el parche con el indulto a Monjes, entonces; ¿qué oportunismo político puede inferirse como causal de un hecho que ni siquiera publicita el mismo supuesto beneficiario del rédito que le reportaría?
No, el Zorro no hizo indultar a Monges y le consiguió un empleo porque quisiera ser magnánimo y condescendiente con él, ni porque pensara que eso le traería un beneficio político; sino que procedió así por coherencia, porque era lo que estaba en su naturaleza. Ese acto era precisamente el que cabía esperar de él dada su índole. Durante los veinticinco años en que fue la figura predominante en la política nacional, Roca procuró cerrar heridas siempre que pudo, y nunca quiso tener frentes abiertos porque sí nomás.
Entre el año que duró su procesamiento, juicio y apelación, y el tiempo de su condena, Monjes iba a estar once años fuera de la vía, y cuando saliera; encima sería un hombre sin medios de vida, pues si no tenía trabajo antes de ser presidiario, ¿qué le cabía aguardar para cuando terminara de cumplir la pena que se le había impuesto? Monjes estaba jugado, y así las cosas, cabía dentro de lo previsible que se propusiera llevar a cabo lo que no había podido lograr años antes, atentando nuevamente contra Roca. Era natural y lógico que éste lo hiciera poner en libertad y lo ayudara consiguiéndole un empleo, porque de ese modo el correntino le estaría agradecido, y además; podía tenerlo controlado, por lo menos, en algunos aspectos y ámbitos. Todo lo cual no invalida la buena acción del Zorro, desde ya.
Y si estoy o no acertado, es algo que —lamentablemente— no me será dado comprobar, porque en su correspondencia, Roca no se refirió al asunto. ¿Lo habrá comentado con alguno de sus hermanos o con su leal y consecuente amigo Gramajo? Si lo hizo, ninguno de ellos dijo jamás ni pío al respecto.
Será por siempre otro de los secretos —uno más de los tantos— que el Zorro se llevó a la tumba. Y es que aquel hombre, de verborrágico no tenía nada; hablaba muy poco y lo estrictamente preciso. Y lo bien que hacía.
-Juan Carlos Serqueiros-
El 10 de mayo de 1886, el presidente Roca se dirige al Congreso para dar su último mensaje. Antes de llegar es atacado por Ignacio Monges (sic) con una piedra que lo hiere en la frente sin mayores consecuencias. El agresor resultó ser un desequilibrado, a quien Roca perdonó, ocupándose de su futuro.
Y de entre los segundos, he seleccionado lo que al respecto sostiene José María Rosa, en su Historia Argentina t. 8 ps. 229 y 230:
La impopularidad de Roca quedó demostrada en ese atentado (...) En un gesto políticamente cotizable, indultó a Monges (sic) y le buscó un modesto empleo.
Por mi parte, no creo que Roca hiciera eso por magnanimidad ni por oportunismo político; sino que estimo que debe de haber tenido otros motivos que lo impulsaron a ello. Si hubiera querido proceder con benevolencia y benignidad, no hubiera esperado diez años para gestionar la libertad de Monjes; pues le hubiera bastado con pedirles a Juárez Celman, o a Pellegrini o a Luis Sáenz Peña que lo indultaran y sin duda alguna cualquiera de ellos habría accedido; tal como accedió Uriburu. ¿O alguien cree que se iban a negar a la petición de quien era, además de la víctima del atentado; la figura rectora de la política nacional? Sin embargo, esperó hasta que sólo le restara al correntino un año para cumplir su condena, para gestionarle la libertad. Y —aclaro, porque siempre hay algún poco avisado que cuando uno escribe "caballo", se empeña en interpretarlo como "mancarrón"— no pretendo negar que Roca haya sido esa vez magnánimo, porque lo fue en muchas ocasiones; ni estoy en modo alguno minimizando el gesto que tuvo para con Monjes, porque se necesita tener grandeza de alma para perdonar a alguien que quiso matarnos, y el Zorro la tuvo. Lo que quiero dejar estipulado es simplemente que para mí, no actuó en esa oportunidad guiado por la intención de ser magnánimo, sólo eso.
Y tampoco me parece que lo hiciera por oportunismo político, porque a ver: ¿qué representaba Monjes en términos cuantitativos, es decir, en votos? La respuesta es: nada, ni un solo voto, ni tan siquiera el propio. ¿Qué simpatías que se tradujeran en sufragios iba a acarrearle a Roca el gestionar el indulto para alguien que estaba preso desde hacía nueve años y que no poseía capital político alguno? Si hubiera actuado por oportunismo político, o sea, por interés, ¿acaso no le hubiera convenido mucho más recomponer las cosas con personas infinitamente más relevantes que Monjes en ese mundillo de la política? Además, no se le dio al hecho trascendencia periodística alguna: ni La Prensa, ni La Nación y ni siquiera Tribuna (el diario del propio Roca), dedicaron espacio a batir el parche con el indulto a Monjes, entonces; ¿qué oportunismo político puede inferirse como causal de un hecho que ni siquiera publicita el mismo supuesto beneficiario del rédito que le reportaría?
No, el Zorro no hizo indultar a Monges y le consiguió un empleo porque quisiera ser magnánimo y condescendiente con él, ni porque pensara que eso le traería un beneficio político; sino que procedió así por coherencia, porque era lo que estaba en su naturaleza. Ese acto era precisamente el que cabía esperar de él dada su índole. Durante los veinticinco años en que fue la figura predominante en la política nacional, Roca procuró cerrar heridas siempre que pudo, y nunca quiso tener frentes abiertos porque sí nomás.
Entre el año que duró su procesamiento, juicio y apelación, y el tiempo de su condena, Monjes iba a estar once años fuera de la vía, y cuando saliera; encima sería un hombre sin medios de vida, pues si no tenía trabajo antes de ser presidiario, ¿qué le cabía aguardar para cuando terminara de cumplir la pena que se le había impuesto? Monjes estaba jugado, y así las cosas, cabía dentro de lo previsible que se propusiera llevar a cabo lo que no había podido lograr años antes, atentando nuevamente contra Roca. Era natural y lógico que éste lo hiciera poner en libertad y lo ayudara consiguiéndole un empleo, porque de ese modo el correntino le estaría agradecido, y además; podía tenerlo controlado, por lo menos, en algunos aspectos y ámbitos. Todo lo cual no invalida la buena acción del Zorro, desde ya.
Y si estoy o no acertado, es algo que —lamentablemente— no me será dado comprobar, porque en su correspondencia, Roca no se refirió al asunto. ¿Lo habrá comentado con alguno de sus hermanos o con su leal y consecuente amigo Gramajo? Si lo hizo, ninguno de ellos dijo jamás ni pío al respecto.
Será por siempre otro de los secretos —uno más de los tantos— que el Zorro se llevó a la tumba. Y es que aquel hombre, de verborrágico no tenía nada; hablaba muy poco y lo estrictamente preciso. Y lo bien que hacía.
-Juan Carlos Serqueiros-
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