viernes, 18 de noviembre de 2011

EL EXTRAÑO CASAMIENTO DEL TATITA IBARRA






































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

El general Juan Felipe Ibarra (el Saladino como cariñosamente lo apodara el general Belgrano, por su nacimiento a orillas del río Salado, o Tatita como lo llamaban las gentes pobres de la calcinada tierra del quebracho y el mistol) ejerció el poder gobernando la provincia de Santiago del Estero (cuya autonomía respecto de Tucumán concretó, defendió y consolidó), durante más de 30 años.
La historiografía liberal lo ha pintado como una especie de monstruo abominable, despótico, sanguinario, cuasi analfabeto, borracho, ladrón, militar improvisado y cobarde; y hasta el mismísimo Pepe Rosa, si bien no lo condena; sí alude a las “vacilaciones acomodaticias de Ibarra”.

No poco de todo esto, se debe a lo enigmático, circunspecto y reservado de su índole, a su astuta diplomacia y a la negra fama de la horrorosa prisión militar del Bracho, por él creada para recluir (y en algunos casos exterminar) a sus enemigos; los cuales, dicho sea de paso, habían asesinado a lanzazos a su hermano Francisco Ibarra en un complot golpista que encabezaban principalmente el comerciante José María el Gallego Libarona, y Santiago Santiaguito Herrera (que gozaba hasta allí de la amistad y confianza del Saladino, las cuales traicionó).
Derrocado, la venganza de Juan Felipe, una vez retomado el gobierno (sólo tres días después del golpe), fue implacable. Su carácter, hasta entonces inclinado a la morigeración y la clemencia, se tornó proclive a demandar una revancha cruel y despiadada: a Santiago Herrera lo condenó a muerte haciendo que lo envolvieran vivo, en posición de cuclillas, en un cuero fresco de vaca recién desollada, cosido hasta formar una esfera, dejando que se vaya resecando al sol de modo de triturar lentamente los huesos del reo; para después, arrastrar por kilómetros esa improvisada pelota de cuero gigante, por medio de caballos al galope. Tremendo, escalofriante. A otros conjurados los mandó degollar, y en cuanto al gallego Libarona, lo deportó al Bracho, siendo seguido por su esposa, Agustina Palacio de Libarona, a ese infierno de prisión. Allí en el Bracho, Libarona enloquecería, muriendo, según la tradición, en brazos de su mujer (todos estos sucesos son narrados por la pluma magistral de Abelardo Arias en su excelente libro Polvo y espanto).
El tilde de borracho no tenía ni tiene asidero alguno. Habitualmente, Ibarra bebía sólo agua, y excepcionalmente, en ocasión de algún acto oficial o protocolar (por cierto, muy poco frecuentes en la aldea que era el Santiago del Estero de aquel entonces), tomaba una copa de vino, más por obligación que por gusto.
En cuanto a lo de cobarde, baste con decir que cada ascenso suyo fue ganado en un hecho de armas, que el mismísimo general Belgrano lo hizo teniente coronel, y que formó parte del estado mayor del general San Martín.
Queda por analizar lo de las vacilaciones acomodaticias que le endosa el gran maestro José María Rosa. No hubo nada de eso. Lo que se reputa como "vacilaciones" no es otra cosa que la mesura y amplitud que siempre evidenciaba Ibarra en sus relaciones políticas. El que sí anduvo en coqueteos con los doctores del cuadernito fue su ministro, el tucumano Adeodato de Gondra (que conspiraba con los unitarios). Asimismo, alimentó la hipótesis de las vacilaciones la circunstancia de que durante varios meses Ibarra se negó a entregar al “gallego” Domingo Cullen, que estaba asilado en Santiago luego de que andar en tratos con los franceses en conflicto con nuestro país (hasta que Ibarra se lo mandó, no sin antes decirle a Cullen que “se pusiese medias de lana porque iba a remacharle una barra de grillos”; y Rosas ordenó su fusilamiento ni bien traspusiera el Arroyo del Medio). La dilación de Ibarra en entregar a Cullen no era debida a que anduviera entreteniendo relaciones con los enemigos de Rosas; sino que invariablemente procedió brindando generoso amparo en su provincia a quien lo requiriese, sin fijarse en las preferencias políticas de quien le solitaba asilo. Así lo hizo con Paz, con Monterroso y tantos otros. Cuando tuvo la evidencia incontrastable de la traición de Cullen, lo entregó; es tan sencillo como eso. En síntesis: esa especie de juego de tira y afloje que el astuto Saladino usaba con Rosas, tenía como fin el arrancarle a éste beneficios para su provincia; pero lo real y concreto es que Ibarra jamás se pronunció contra Rosas, ni mucho menos contra la Confederación Argentina.
Pero vamos a lo de su extraño casamiento. Estando a las órdenes del general Belgrano, Ibarra había anudado en Salta relaciones amistosas con gentes de dicha sociedad, entre las cuales se hallaba el doctor Mateo Saravia, quien poseía tierras en Santiago del Estero, en la zona de Abipones. En 1823, Ibarra convino su casamiento con la hija del doctor Saravia; doña Ventura (forma apocopada de Buenaventura) Saravia, el cual se celebró por poder (lo cual si bien no era lo más frecuente; tampoco era desusado en la época). Algunos días después, llegó la damisela a Santiago, en medio del júbilo de la gente que se había volcado a las calles para esperar a la flamante esposa de su gobernador. Luego de una fiesta que duró toda la tarde, Ibarra y doña Ventura se retiraron a su casa. Pero apenas clareando el nuevo día, el Saladino mandó preparar el mismo carruaje que había traído a doña Ventura a Santiago, y la mandó de regreso a Salta. Será por siempre un misterio si el matrimonio llegó a consumarse o no. Lo que más probablemente haya podido ocurrir, es que doña Ventura, obligada por su padre a casarse con un hombre a quien no había visto en su vida y a quien obviamente no podía en razón de ello, amar; haya hablado francamente con Ibarra, y éste haya tomado la decisión de regresarla a su casa paterna. De todas formas, el hecho no alteró en lo más mínimo las relaciones entre Ibarra y la familia Saravia; sino que por el contrario, los lazos amistosos no sólo perduraron en el tiempo, sino que además se estrecharon y fortalecieron.
El desengaño, esa frustración conyugal, si bien no volvió misógino a Ibarra; sí lo llevó a incurrir en amores inconstantes, como los que tuvo con una dama de la sociedad santiagueña, doña Cipriana Carol, fruto de los cuales en 1834 nacería su único hijo, Absalón Ibarra, quien sería criado por la hermana del Saladino, doña Agueda Ibarra de Taboada, juntamente con sus propios hijos Manuel y Antonino. Absalón Ibarra llegaría a ser gobernador de Santiago.
A todo esto, en 1849, cuando Ibarra comenzó a sentir los fortísimos dolores de la gota, su esposa por una noche, doña Ventura Saravia, regresó desde Salta para estar a su lado, cuidándolo hasta su fallecimiento dos años más tarde, el 15 de julio de 1851. Ibarra designaría a doña Ventura albacea testamentaria y única heredera de los escasos bienes que poseía al morir (el Saladino, tachado de "ladrón" por la historiografía mitrista, provenía de una rica familia y se había empobrecido en el poder), y para peor, cosas del destino: el revanchismo post Caseros, haría que los enemigos de Rosas (y por ende, de Ibarra) tomaran venganza en doña Ventura, a quien despojaron de todo y obligaron a exiliarse en Tucumán.
En fin, historias de la Patria Vieja…

Nota: la imagen de portada corresponde a un óleo pintado por Absalón Argañaras (n. 1903 - m. 1980), bisnieto de Ibarra, obra esa que se encuentra en poder de dicha familia. El dato me fue gentilmente suministrado por su hijo, Marcelo Augusto Argañaras, al cual quedo agradecido.

-Juan Carlos Serqueiros- 

2 comentarios:

  1. Sr.juan carlos.excelente su comentario soy Ignacio Ibarra Maldonado y me agradaría recoger información familiar .saludos cordiales y mi mail. Maquinasdiamont@hotmail.com

    ResponderEliminar
  2. Sr.juan carlos.excelente su comentario soy Ignacio Ibarra Maldonado y me agradaría recoger información familiar .saludos cordiales y mi mail. Maquinasdiamont@hotmail.com

    ResponderEliminar