Escribe: Juan Carlos Serqueiros
En esta obra de errores, todos y cada uno de nosotros hemos sido colaboradores, todos hemos ayudado al error del señor presidente de la República. (Lucio V. Mansilla, 6 de agosto de 1890)
Para 1886, las creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura, transporte, comunicaciones y el mejoramiento de los campos para el desarrollo de la actividad agropecuaria, como la burocracia administrativa; todo redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles, en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera, pero sin embargo; el crecimiento económico parecía no tener fin.
Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para el manejo de la coyuntura y su paulatina corrección. Pero Juárez Celman no era Roca. Este último, al traspasar la presidencia a su concuñado, le dijo en su discurso: “Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí”, y era exacto, exactísimo. Ese día, 12 de octubre de 1886, el peso estaba con respecto al oro en una relación de 110 centavos papel por 1 peso oro, es decir, prácticamente a la par. Tres meses después, se devaluaba hasta llegar a 144. Era un síntoma, al cual no se le prestó atención. Y era asimismo acertadísima la frase del diario La Prensa en su edición del 26 de octubre de ese mismo año: “Lo solo malo y oscuro que existe en la República es el estado financiero”.
¿Tuvo la crisis del 90 sus causales en los desaciertos y corruptelas del gobierno de Juárez Celman? La creencia que ha primado y está actualmente instalada en el imaginario colectivo, es que en efecto, así fue. Sin embargo, la recurrencia periódica en la caída, debería indicarnos que esa conclusión es probablemente errónea, con seguridad simplista y que algo estamos obviando considerar en la cuestión, porque si no; tendríamos que convenir en que los argentinos somos masoquistas empeñados en infligirnos daño y complacernos en ello. Y no somos tal cosa, ¿no? Bah, creo (espero) que no.
La crisis se agravó con la combinación de factores externos e internos, y de estos últimos no todos eran achacables (algunos -o muchos, si se quiere- sí; pero otros no) a la administración juarista, por pésima que ésta haya sido (que lo fue, sin dudas). Veamos.
En Gran Bretaña la economía estaba en depresión y los activos financieros excedentes se volcaron mayoritariamente a nuestro país. Pero llegó un momento en que, debido a una brusca caída en las reservas del Banco de Inglaterra, los prestamistas no sólo exigieron la remesa en tiempo y forma de los intereses, sino que además; se produjo un proceso acelerado de retiro de capitales de la Argentina. Entonces ya no se pudieron pagar deudas contrayendo más deudas y en consecuencia, se debería negociar con los acreedores las esperas imprescindibles hasta que la balanza de pagos se equilibrara cuando los recursos por exportaciones permitieran hacer frente tanto a las obligaciones emergentes de los empréstitos, como a las importaciones; o bien reducir drásticamente estas últimas, de modo que todos los ingresos o la mayor parte de ellos pudieran afectarse a abonar los compromisos externos; o ambas cosas a la vez.
Esa era una de las opciones posibles. Y la otra (alternativa sola y única) era repudiar la deuda y que se aguantaran los gringos hasta que pudiéramos pagar.
Y esto último era, precisamente, lo que se disponía a hacer el gobierno de Juárez Celman, porque hablando en plata, no otra cosa significaban las palabras de Pacheco a fines de 1889: "El gobierno tiene en Europa los recursos que aseguran el servicio (de la deuda) hasta enero de 1891", aludiendo a los 50 millones oro que estimaba disponibles en Londres producto del arrendamiento de las obras sanitarias. En buen romance, era decirle a la Baring Brothers más o menos esto: “Estimados socios (porque a fuerza de repetirlo, se había llegado a creer que los capitalistas y los argentinos éramos de verdad socios), mucho lamentamos que no hayan podido llenar en Londres la suscripción de los bonos, pero es vuestro problema; si somos socios en las utilidades, también debemos serlo en los quebrantos”. Por supuesto, esa intención no era proclamada abiertamente a voz en cuello, pero ni los opositores al juarismo ni -muchísimo menos- los ingleses, eran lo bastante zonzos como para no darse cuenta de que estaba ahí, como un cuchillo oculto bajo el poncho de la economía seria, moralizadora y conciliadora con los acreedores externos de Francisco Uriburu que vistió por un momento Juárez Celman en procura de disimularla. Y más aún, llegó a hacerse desembozado ese propósito cuando Pacheco (esta vez como presidente del Banco Nacional y ya renunciado Uriburu) se encargó de comunicarle oficialmente a la Baring Brothers que el gobierno no estaría en condiciones de pagar los dividendos trimestrales de los bonos nacionales. Estaba así clarísimo hasta para el menos avisado, que el primer mandatario de la Nación ya se había pronunciado por una de las dos opciones: la moratoria unilateral. Pero ocurrió que eso que proyectaba el gobierno (y que reitero, a nadie escapaba), resultaba inaceptable para la oposición.
Por eso (entre otros factores) cayó Juárez Celman, pues como hemos visto, luego de renunciar el burrito cordobés; Pellegrini y López eligieron de entre las dos opciones, la mencionada en primer término: negociar con los acreedores tomando deuda nueva para pagar deuda vieja y paralelamente, restringir al máximo las importaciones sustituyendo con producción local todas las que se pudieran (la crisis del 90 significó, paradojalmente, un impulso a la industria nacional).
El "ostracismo histórico" que de hecho se ha decretado para Juárez Celman (pues sólo se lo menciona para defenestrarlo y hacerlo aparecer como culpable principalísimo y hasta único de la crisis), ha llegado al extremo de atribuir esa intención de repudiar la deuda a su carácter veleidoso, ninguneando (cuando no directamente velando) el factor que lo decidió a inclinarse por la opción de la moratoria: de las negociaciones con los banqueros ingleses, surgía que éstos accederían a una operación de consolidación de la deuda argentina, a cambio de que el gobierno se abstuviera de contratar nuevos empréstitos por el lapso de diez años, renunciase a emitir moneda y adoptase un riguroso programa de reducción del gasto público; todo lo cual obviamente el presidente no podía aceptar (y tampoco ningún otro gobierno), pues eso lo convertiría en inerme político, huérfano de todo apoyo y sin sustento alguno, ya que la política es el arte de lo posible, sí, pero de lo posible en esos momentos y esas circunstancias. El tiempo se encargaría de demostrar que la opción correcta era la moratoria, porque fue eso en esencia el Arreglo Romero, celebrado con los acreedores en Londres el 3 de julio de 1893 durante la presidencia de Luis Sáenz Peña.
Pero no todos se comieron la galletita de que el cambio de hombres en el gobierno combinado con la adopción de la estrategia de negociar con los acreedores accediendo a lo que se les ocurriera imponernos, solucionaría la crisis luego de la revolución del Parque; porque hubo voces sensatas que no fueron escuchadas, como por ejemplo, la de Manuel Demetrio Pizarro, senador por Santa Fe, quien en la sesión del 30 de julio de 1890, dijo en el Senado de la Nación: “Yo vengo, derrotada la revolución, a pedir como medio de pacificación del país, no leyes de estado de sitio, sino la renuncia en masa de los miembros del poder ejecutivo: presidente, vice, ministros y presidente mismo del senado”. ¿Y quién era el "vice"? No otro que el que asumió la presidencia: Pellegrini. ¿Y quién era el “presidente mismo del senado”? Pues nada menos que Roca, el zorro. A Pizarro no pudieron engatusarlo; pero nadie prestó atención a sus atinadas palabras. Era esa Argentina del 90 un país que marchaba a paso acelerado hacia el precipicio.
Vayamos ahora a las conclusiones acerca del manejo de la economía y las finanzas por parte del gobierno de Juárez Celman en sus aspectos técnicos. ¿Fue tan malo como se cree? Rotundamente sí. Y es más; fue peor aún que malo.
La imprudencia y el descontrol en todo lo atinente a obras públicas y la enajenación insensata de ferrocarriles y empresas estatales en aras de un dogmatismo excesivo hasta el absurdo, trajeron aparejada una inevitable secuela de corrupción, y la coima y el peculado (no limitados solamente al juarismo, como veremos después) tornáronse las reglas corrientes. La ley de bancos garantidos, iniciativa de Pacheco que tenía el propósito de remediar la iliquidez monetaria en las provincias, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los fondos fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para aumentar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. Es que ese modelo (copiado a los norteamericanos) era posible en países con tradición de inversión interna, como Estados Unidos; mientras que aplicado en el nuestro, condujo al irresponsable endeudamiento con el extranjero de todas las provincias (con la sola excepción de Jujuy). También la obcecación del gobierno de Juárez Celman en atribuir los problemas financieros a lo que llamaba una “crisis de progreso” (?) y las culpas de la trepada del oro a la especulación y el agio (todo fogoneado por la oposición, sostenía), sin tomar consciencia de los errores que cometía, influyó y no poco en la crisis; porque en efecto, había especulación y agio, pero también había un orden (o desorden, mejor dicho) que lo propiciaba y toleraba: el suyo. Asimismo, fue deplorable la gestión del ministro Rufino Varela, reemplazante de Pacheco, que creyó que bastaba con movilizar los depósitos (eufemismo usado para no decir derechamente poner a la venta todo el que había en las reservas del Banco Nacional), para que el oro bajase (contrariando la opinión adversa a tal medida del propio directorio del banco); sin percatarse ese “gran economista” que el mercado del oro no se circunscribía a Buenos Aires, sino que era internacional, con lo cual los corredores extranjeros, obedeciendo a sus mandantes, lo compraron masivamente, esfumándose así los últimos 50 millones oro que quedaban.
Intentó tapar el sol con el dedo, prohibiendo su transacción en la Bolsa: resultó peor el remedio que la enfermedad. Y para terminar la función, el manco Varela no tuvo mejor idea que erigirse en déspota, al menos, en su cartera. Decía el diario La Prensa en su edición del 18 de julio de 1890: “El Sr. Varela, por simple decreto administrativo, con calidad de dar cargo al Congreso (cosa que nunca hizo), derogó la disposición de la ley de Bancos Garantidos que exigía que el oro estuviera depositado en el Banco Nacional por lo menos dos años contados a partir del 1 de enero de 1888, y se autorizó a sí mismo a disponer de ese oro. Sentado en su poltrona ministerial recibía todas las tardes la lista de todos los que le pedían comprar el oro del Gobierno y señalaba con un lápiz los pedidos que debían ser inmediatamente satisfechos por el Banco Nacional. El ministro se convertía así en un banquero y manejaba el tesoro como un autócrata”.
Y desde luego, no se privó de otorgarse créditos en oro a sí mismo y a familiares suyos, además.
Sin dudas, el gobierno de Juárez Celman en lo técnico económico no dejó desaguisado por cometer y en lo administrativo se pasó por el… fundillo, digamos, la consideración debida a los otros poderes, irrespetándolos e incurriendo en cuanta… irregularidad, llamémosla (siendo buenos), se le antojó.
En las próximas entregas, estimado lector, arribaremos a las conclusiones en lo que respecta a lo político y moral y cómo incidieron esos factores en la crisis del 90.
Continuará
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