Escribe: Juan Carlos Serqueiros
“El Territorio del Chaco es actualmente una agencia electoral de las
provincias vecinas.” (Revista Estampa
Chaqueña)
El inicio de la década del veinte marcó un clivaje en la historia del
Chaco en tanto representó el pasaje desde el denominado ciclo forestal, subsiguiente a la conquista y poblamiento;
al que se ha dado en llamar ciclo
algodonero. Esto trajo aparejada otra ola inmigratoria -que duraría hasta
bien entrados los años cuarenta-, volcada al centro-norte y al centro-oeste
chaqueños, sin que todavía se hubiese logrado más que parcialmente la
argentinización de la que la había precedido cuando la colonización.
Si los
españoles (no así los italianos) habían sido huesos duros de roer a la hora de hacerlos argentinos, imagine usted, apreciado lector, la tarea ímproba que representaría
lograrlo con la masa famélica, sufrida y esforzada de yugoslavos, búlgaros,
ucranianos, polacos y demás etcéteras componentes del gringaje del Este europeo trasplantado al Chaco. Máxime, cuando de las dos herramientas con las cuales se contaba en
tiempos de la etapa colonizadora, esto es, la escuela pública y el ejército
nacional; sólo quedaba disponible la primera, porque algunos años antes, se había dispuesto retirar del territorio al segundo.
En lo atinente a la escuela pública, la escasez de establecimientos era notoria. Y encima -las pulgas del perro flaco-, a hombres que tuvieran la doble condición de apóstol y titán (como Raúl B. Díaz, por ejemplo) no se los encontraba a la vuelta de una esquina, precisamente). En cuanto al ejército, en 1917 Yrigoyen ordenó evacuar del Chaco los pocos regimientos que aún quedaban en él luego de la conquista. Así, el territorio quedó limitado a la (relativa) seguridad que pudieran brindarle sus propios organismos.
La homogeneización identitaria de aquella Babel no fue, ciertamente, un
proceso sencillo y exento de conflictos.
Con respecto a los indios, la reducción de Napalpí, que constituía la
cristalización de la prédica de Lynch Arribálzaga, albergaba una población más
o menos estable de entre 700 y 800 individuos pertenecientes en su mayoría a las
etnias toba y mocoví. En ella había una escuela en la que se impartía
instrucción primaria a los niños indígenas, la cual constituía una de sus dos claves,
siendo la restante el trabajo -que se realizaba a destajo y en modalidades
lindantes con la explotación lisa y llana (lo cual no difería de las
condiciones en que laboraban en obrajes y chacras los hacheros y braceros
correntinos, santiagueños y paraguayos que componían, conjuntamente con los
aborígenes, la totalidad de mano de obra disponible en el territorio)-.
El advenimiento del radicalismo al gobierno nacional, significó para el
territorio que el poder central instalara en el sillón de Obligado a políticos
provenientes de las provincias de Santa Fe y Corrientes, quienes evidenciaban tener poca o ninguna empatía con el territorio y sus habitantes, desconocían en absoluto sus problemáticas y usaron al
Chaco como base de operaciones encaminadas a la intervención activa en la
política partidario-electoralista de sus lugares de origen. El norte de quienes
eran designados gobernadores, lo constituían, pues, sus intereses políticos en las
provincias de las cuales procedían y su propio beneficio económico, lo que
provocaba que dedicaran su tiempo a esos fines y que sus prolongadas ausencias
del territorio, lejos de ser excepcionales; fueran lo habitual.
Así las cosas, el Chaco se convirtió, ora en un reducto donde se
planeaban transas y camándulas para mantener la “situación” si ésta era
favorable, o conspiraciones y revueltas para tornarla propicia si era adversa;
ora en un sitio donde “asilar” a los amigos
en caso de que resultaran perdidosos en aquellas feroces contiendas a las que
pomposamente se llamaba comicios.
En cuanto a la policía brava, era una herramienta al servicio del
gobernador de turno, que éste utilizaba a discreción para confiscar libretas de
enrolamiento y arrear hasta las provincias limítrofes como si de ganado se
tratara, a gente a la que se hacía figurar como inscripta en los padrones correntino
o santafesino.
El 12 de octubre de 1922, Marcelo T. de Alvear asumió la primera
magistratura de la República. El gobierno paralelo que Yrigoyen intentó
establecer, valiéndose para ello del vicepresidente Elpidio González, y el
hecho de que Alvear formara su gabinete sin requerir en absoluto la opinión del
Peludo, además de otros factores que
omitiré citar en obsequio a la brevedad; fueron indicios claros de que las
diferencias en el seno del partido gobernante eran mucho más profundas que una
mera cuestión de estilos. En ese contexto, Alvear se tomó un pequeño plazo de ¡ocho meses! para designar gobernador del Chaco al
político santafesino Fernando E. Centeno.
Nacido el 27 de setiembre de 1876, Fernando Enrique Centeno provenía de una familia rosarina de origen español (era nieto del coronel Dámaso Centeno, muerto en la batalla de Cepeda; e hijo de Fernando S. Centeno, gestor e impulsor del pueblo que lleva ese nombre). Opositor a Yrigoyen, desde principios de la segunda década del siglo XX recaló en el radicalismo antipersonalista, fue diputado a la legislatura provincial por el departamento Constitución en 1914 y 1917, y convencional constituyente por el departamento Gral. López en 1920. Estaba casado con Lily Baraldi, una dama perteneciente a una familia italiana exiliada en España y posteriormente “trasplantada” desde allí a América.
Centeno llegó al Chaco con el definido propósito de enriquecerse en la
gobernación a como diese lugar. Para eso, llevó consigo a dos de sus cuñados:
Enrique Jorge Pedro Baraldi, en carácter de secretario; y Fernando Restituto
Guido Baraldi, como contador.
Organizó las cosas de
modo que las tareas burocráticas (confección de planillas, rendición de fondos,
redacción de informes al ministerio del Interior, etc.) fueran desempeñadas por
sus parientes; mientras él se quedaba en la provincia de Santa Fe, limitándose
a viajar al Chaco un par de veces al año, como mucho, para cumplir alguna que
otra formalidad protocolar, firmar los papeles y, por supuesto; percibir la “renta”,
es decir, el canon pactado con sus cuñados por “alquilarles” la gobernación
efectiva (30.000 pesos mensuales, según se decía), astillita
esa la cual provenía de ilícitos tales como defraudación al Estado mediante el
ardid de engrosar las planillas de sueldos incluyendo en ellas empleos
inexistentes (policías, principalmente), coimas a prostíbulos, casas de juego y
ladrones de ganado, y otras lindezas
por el estilo.
La persecución a quienes se atrevían a oponerse a sus designios, a
criticar su nepotismo descarado y a denunciar sus delitos, fue otra de las constantes
en su gobernación. Decididamente, el radicalismo no lograba prender
del todo en el Chaco, lo cual no tenía nada de extraño, al contrario; era la
reacción esperable a la odiosa presencia de sujetos como Cáceres y el propio
Centeno, impuesta desde el poder central).
No parecen haber existido móviles partidistas en el acoso ejercido sobre adversarios políticos y periodistas; sino el propósito de presionarlos, intimidarlos y hacerlos desistir, por medio de la coacción y el temor, de revelar y manifestar las irregularidades y abusos en que incurrían él y sus esbirros (y por otra parte, un individuo como Centeno, de moral laxa, carente de virtud política y que no procuraba más fin que la obtención del beneficio económico propio; no iba a favorecer al radicalismo del Chaco ni tampoco al de la vecina Corrientes, de cuyas expresiones -escasas, por cierto- emanaba un indisimulable tufillo yrigoyenista por demás ofensivo a su oligárquico olfato).
Con todo, de no ser por un suceso funesto que tuvo a Centeno como actor principal
y que se precipitó al derivar las circunstancias en espantosa tragedia debido a
la concurrencia de varios factores; Chronos habría tendido sobre su venalidad y
su ominoso gobierno el manto del tiempo; no quedando de él en la historia más registro
que la borrosa referencia de un par de fechas seguidas del nombre de aquel oscuro
politicastro de actuación limitada al ámbito regional y corrupto como otros muchos
que hubieron.
La crisis del algodón, iniciada en los Estados Unidos en 1921 y que se
profundizó y eclosionó en 1923, provocada por la plaga del picudo que pasó
desde México a Texas y se expandió a todo el sur norteamericano, llevó a que
los grandes industriales hilanderos y tejedores del mundo, ávidos del textil y
desesperados por su escasez; posaran la vista sobre Argentina, y que los
fabricantes estadounidenses de maquinaria hicieran lo propio.
El ministro de Agricultura del presidente Alvear, Tomás Le Breton -una especie de súper ministro que pocos años antes había impulsado, como diputado nacional, una ley propiciando la formación de cooperativas, y que después fue designado embajador en EE.UU., donde tomó contacto con grupos de poder político y económico que se comprometieron a establecer y apoyar por todos los medios a su alcance una complementación argentino-estadounidense destinada a hacer de nuestro país uno de los grandes productores y procesadores mundiales de algodón-; fue quien trazó la política que signó el tránsito del Chaco desde una economía extractiva (quebracho-tanino), a otra productiva (algodón), que debía pivotear sobre el eje reparto de la tierra pública - optimización del proceso de cultivo, comercialización e industrialización.
Mas, había un problema (o mejor dicho; varios, pero me ocuparé sólo del
que hace específicamente a la cuestión enfocada, esto es, la tragedia
acontecida en el Chaco durante la gobernación de Centeno): la producción
algodonera requería, según los expertos americanos traídos al país y
contratados por el gobierno; de mano de obra barata, especialmente, en el
primer eslabón de la cadena, o sea, los braceros. Esa condición sólo podía
cumplirse manteniéndolos en el oprobioso régimen de laboreo a destajo y en las
condiciones infrahumanas que enuncié precedentemente.
Para agravar aún más las cosas, la administración de la reducción de Napalpí (a cuyo frente ya no estaba Lynch Arribálzaga) no se le ocurrió nada mejor que disponer una quita forzosa del 15% en el algodón que cosecharan los indios, so pretexto de destinarlo a “costear los valores de las herramientas de labranza, el funcionamiento de las escuelas y los arreglos dentro de la Reducción”. Y para no ser menos, Centeno decretó para los aborígenes la prohibición de desplazarse a Salta y Jujuy -como venían haciendo desde algunos años antes-, donde podían percibir mejores salarios en los ingenios. Los indios respondieron con la huelga.
El Chaco era una caldera a presión. La aguja del manómetro subía y
subía, pero nadie le prestó atención. Y la caldera estallaría, nomás, en la forma más oprobiosa y trágica que imaginarse pueda: la masacre de Napalpí.
Continuará
interesante trabajo. no sabía lo de tomás le bretón. te recomiendo leer los laburos de campo de gastón gordillo.
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