El tipito se despertó temprano. Muy temprano. Atenaceado por la urgencia del deseo elocuentemente manifestada en la erección de su sexo. Y se masturbó pensando en Ella.
No obstante, el efecto placentero del sucedáneo al que obligadamente tuvo que recurrir; fue efímero, tanto, que nada más levantarse de la cama supo, aún sin poder explicarse cómo y porqué; que ese iba a ser uno de esos días.
Entonces, la inmediatez se le trocó bruscamente en morosidad, como si percibiera que su cielo amenazaba con ennegrecer. Se dirigió cansinamente al baño y se miró en el espejo. Esa arruga —otra más— no estaba ayer. Al menos, eso le parecía a él (o quizá, prefería y elegía creerlo así). Se afeitó cuidadosamente, se bañó, se perfumó y se vistió. Y mientras tanto, sin concederle tregua, un dejo de tristeza se le fue ganando en el corazón, despacio pero firme y sostenidamente. Lo que había sido meramente un presentimiento, un pálpito; fue tornándosele una certeza: sí, indudablemente todo pintaba para que ese fuera uno de esos días.
En el teléfono, la cantarina voz de Ella, la mujer amada, le llegó acariciándole el alma y mitigando su esplín. Pero sólo brevemente: ni bien cortó la comunicación; la insatisfacción lo aguardaba de nuevo, tenaz e implacable.
—La distancia es una mierda —musitó para sí, frustrado. Miró el reloj: las 8. Sacó la cuenta de los días que faltaban para que Ella llegara: once. ¡Aún faltaban once días! Misturada con la ansiedad, la tristeza se le fue haciendo enojo. Un enojo que adentro suyo, crecía y crecía.
Después, ya en franca iracundia, el tipito dio un par de gritos en soledad, puteando por cosas de nada que se empeñó en considerar importantes como si en realidad lo fueran. Cerró la puerta ruidosa, furiosamente, salió al pasillo y apretó impaciente e insistentemente el botón para llamar el ascensor. Una vez en la calle, sin cuidarse y a viva voz, comenzó a lanzar imprecaciones contra dios, el clima, el tránsito, el ruido, el mundo, la gente… contra todo. —¡Vida puta! —exclamó a voz en cuello. —¿Y vos qué mirás, pelotudo? —le espetó trascartón a un infeliz que cruzaba y que (creyó notar él) contemplaba la escena con extrañeza.
Ya sentado ante una mesa en el bar de costumbre, ordenó su frugal desayuno de siempre (cuya composición, a esa altura de su vida, bien podría estar grabada en una placa de bronce): un café y dos medialunas de grasa. Y como el mozo —consideró él— demorara en alcanzarle el diario (al que por otra parte, reputaba de pasquín inmundo), le enrostró un reproche tan agrio como arbitrario. —Y bueno… al fin de cuentas ¿acaso no es injusta la vida? —se dijo el tipito, indulgente consigo mismo.
Decididamente, ese no “iba a ser”, sino que de hecho, ya lo era…uno de esos días.
-Juan Carlos Serqueiros-