Extático, a través del ventanal disfruto del renovado placer de contemplar la lluvia. Estoy solo (¿acaso no lo estamos todos siempre?), pero en cercana y amada compañía: mi esposa: Gabriela, se encuentra en su consultorio, inmersa en un día especialmente cargado de pacientes; nuestros tres perros: Rufino, India y Malevo; y nuestra gata: Greta, están durmiendo abrigados y despreocupados —por supuesto, en nuestra cama, a la cual obviamente consideran territorio propio y representaría un trabajo de Hércules cualquier intento de desalojarlos—.
La tibieza acariciante del mate amargo baja por mi garganta, mientras las volutas de humo del cigarrillo que estoy fumando dibujan figuras caprichosas, las cuales me empeño en asimilar a las fusas y corcheas de ese maravilloso "Oblivion" con que la magia de Piazzolla ha tenido a bien bendecirme.
Son esos instantes de la eternidad en que se me ocurre que quizá, y a pesar de su condición cuasi invariable de injusta; la vida sí tenga algún sentido...
Y entonces, quisiera atesorarlos en un cofre, para ir por ellos cuando a ese maldito gordo traidor del Espasa-Calpe de mi mente le falten las palabras a la hora de expresar cuán feliz me siento.
Y es que como acertadamente canta Daniel Altamirano: “Vea, chamigo: la vida es linda, / después de todo; nada es mejor. / Y nunca es pareja la ley del hombre… / Y pasa ‘e todo en la viña ’e Dios”.
-Juan Carlos Serqueiros-
Imagen: Michael Bilotta, "The Secret Keeper (El guardián secreto)".