Me encontraba leyendo la novela "Con la sangre en el ojo" (Grijalbo, 2015), de Alejandro Parisi —dicho sea de paso, es muy buena, che, léanla—, cuando un párrafo, referido a unos medio pelo, piojos resucitados, tilingos y arribistas de esos que habitualmente morfan en los llamados “restaurantes exclusivos en sitios exclusivos”, me hizo reír hasta prorrumpir en solitarias carcajadas.
Es que me recordó la época en que yo era un ejecutivo exitoso (?), y la multinacional para la cual laburaba solía organizar, al término del ejercicio anual, eventos en los que por supuesto, no faltaban los consabidos elogios, premios y ascensos para quienes habíamos "alcanzado los objetivos"; y los consiguientes reproches y escarnios crueles (más la cuasi certeza del voleo en el orto que se avecinaba) para quienes no hubiesen tenido esa... suerte, digamos.
En uno de esos festejos en particular, que se realizó en Puerto Madero, en un barco ad hoc para eventos empresariales, yo estaba por recibir una distinción y un premio consistente en un viaje a Alemania. Como iba a ser galardonado, se me había concedido entonces la gracia especial de sentarme a la mesa del director gerente (o CEO, como les dicen ahora) de la división; junto a su secretaria ejecutiva y dos o tres ñatos más, ortibas hasta la repugnancia (los ñatos, quiero decir, que no la secretaria, que me quería un montón).
El lugar, el menú y las atracciones artísticas los había elegido el ladero del director, un holandés del que se rumoreaba que percibía de ello jugosas coimas (la gente es mala y comenta). Unos mariachis truchos desgranaban canciones mexicanas, un cómico “amenizaba” la cosa contando chistes más boludos que las palomas, cuando en eso; anunciaron que debíamos sentarnos pues iba a servirse el plato principal. El chef, un tipejo cara de nada con barbita candado al que todos —menos el director gerente y yo— aplaudieron como si se tratara de una gran celebridad, se dirigió a nosotros presentando, muy pagado de sí mismo, lo que reputó como su obra maestra de la haute cuisine, a la que había bautizado tournedo a la no sé qué mierda.... dégoût semblable à du vomi, ponele. Era... no sé cómo llamarlo... una cosa, digamos, cilíndrica, alargada, como una especie de matafuegos chico o consolador tamaño baño de esos que con sólo mirarlos el culo te hace pucheros, de carne grisácea, navegando en el proceloso mar de una menesunda indefinible de color entre anaranjado zanahoria y lo que han dado en llamar fucsia.
Con gran desconfianza, corté un trozo minúsculo, lo probé, y venciendo las arcadas, me limité a dejarlo en el plato, el que permaneció intocado mientras a la par que bendecía la tracalada de sanguchitos de miga, canapés de caviar y brochetitos que previamente había engullido en un alarde de previsión (uno nunca sabe); me hacía el pelotudo y procuraba charlar animadamente con el director gerente —que era hincha de San Lorenzo, pero que extrañamente (en tanto soy fana de Huracán); me valoraba o por lo menos hacía como que— con mi mejor cara de estar disfrutando intensamente la velada.
Los demás comían con fruición, se deshacían en elogios tipo "¡Ah, qué exquisitez!" y no paraban de felicitar al holandés coimero por la según ellos feliz elección del menú. De pronto, el director gerente se embuchó un bocado y trascartón sentenció a voz en cuello: "¡Che, pero esto es horrible! ¿A quién carajo puede gustarle comer esta porquería?". Y dirigiéndose a mí, agregó: "Vos, quemero bruto, por lo menos tenés la honestidad de no fingir que te parece rica semejante bazofia. Te felicito". Juro que esa noche tuve ganas de abrazarlo al cuervo.
No hay caso: soy blanco teta de piel, pero en esencia; nunca dejaré de ser un negrito del muy rosarigasino barrio Nuestra Señora de la Guardia.
-Juan Carlos Serqueiros-


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