jueves, 9 de julio de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CONCLUSIONES III



















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Ciudad de Mayo, que en un tiempo has sido, / la joya de la América latina, / pueblo de Juan Chassaing y Adolfo Alsina, / no, tú no eres el que viendo estoy! / Tu brío se apagó; tus ciudadanos / tienen menos valor que tus mujeres, / y una turba ruin de mercaderes / depositaria de tu suerte es hoy! (Joaquín Castellanos, El borracho)

La opinión corriente sobre aquel período, que como si se tratara de una certeza absoluta se instaló en el imaginario argentino (muy lejana de la visión que por entonces tuvo la mayoría de sus contemporáneos, dicho sea de paso; y de ahí la incomprensión acerca del mismo que aún hoy evidenciamos, la cual se pone de manifiesto en forma de recurrencia periódica en la caída), tiene destacada en primerísimo plano a la corrupción, atribuida en general a Juárez Celman y sus funcionarios. Es esa una imagen distorsionada, sesgada y parcial, porque si bien fue una etapa signada por tal flagelo; es erróneo (además de injusto) focalizar la cuestión sólo en el juarismo, toda vez que también la oposición tenía lo suyo. El nepotismo, el peculado y el cohecho se habían tornado las prácticas habituales, sí; pero los beneficiarios de tales ilícitos no eran solamente el presidente y su círculo, sino la élite dirigente en su conjunto, sin distinción de partidos (PAN y Unión Cívica), poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) ni ámbitos de actividad (política, ejército, prensa, banca, bursátil, comercio, industria y agro) y con muy escasas, puntuales y honrosísimas excepciones.
La causa de que en la actualidad se repute de corruptos por excelencia a los juaristas y se ignoren (o disimulen y oculten adrede) los extravíos de sus opositores, es que los primeros se expresaban con cinismo; mientras que los segundos rendían culto a la hipocresía negando su propio envilecimiento (“profetas de la moralcracia”, los llamaban con cáustica mordacidad desde el gobierno) y vituperando al oficialismo en la prensa (la cual era mayoritariamente adversa a Juárez Celman, hay que tenerlo en cuenta: de los diez o quince periódicos que circulaban en Buenos Aires, sólo dos, tres a lo sumo, le eran favorables). Toda la élite estaba miserablemente prostituida; sólo que en algunos la carencia de escrúpulos se hacía más patente y desembozada que en otros. Veamos si no: en la sesión del 5 de julio de 1889, el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, el juarista Lucio V. Mansilla, decía muy suelto de cuerpo en el recinto: “No hay en esta Cámara un solo hombre que no tenga algún negocio. Porque si algún diputado tuviera que vivir con los 700 pesos por mes que se nos paga, se moriría de hambre... Es que todos los días la ciencia y el arte inventan algo que nos hace entender que es necesario tener dinero para vivir agradablemente, que al fin y al cabo es lo que todos perseguimos”. A confesión de partes…   
El cometido del historiador no es juzgar a los protagonistas del pasado; sino entender lo sucedido y narrarlo. La del 90 no fue una crisis “de progreso” como sostenía el oficialismo, ni “de corrupción” como afirmaban los opositores (atribuyéndola exclusivamente al juarismo y exculpándose ellos mismos, desde luego), ni se debió (solamente) a “factores externos” como han interpretado algunos historiadores, ni tampoco se produjo como consecuencia del endeudamiento irresponsable, los errores técnicos, el favoritismo, el tráfico de influencias, el despilfarro y el unicato del gobierno de Juárez Celman. Todas esas cuestiones sin duda contribuyeron (y no poco) a magnificarla y agravarla, tal como hemos visto anteriormente; pero la misma, que se manifestó primero en lo financiero y luego en lo económico, para trasladarse después a lo político y terminar eclosionando en lo institucional, tuvo su génesis en una enfermedad del alma argentina. Y no lo enuncio como concepto abstracto, sino que lo expreso como metáfora descriptiva de la realidad que por entonces se vivía.
El convencimiento de que el progreso se reducía a la prosperidad económica, la riqueza como valor supremo, el darwinismo social, las fortunas fáciles, el agio, la molicie y la ostentación torpe y desembozada habían hecho mella en el alma de la nación argentina aquejándola gravemente. La ciudadanía y los principales referentes de las distintas corrientes de opinión habían perdido el interés por la política (quiero decir la de verdad, la que persigue el bien común; no la politiquería electoralista, bastardeada y entendida como medio de consecución de prebendas y beneficios personales y/o sectoriales, que a esa sí se dedicaban con enjundia digna de mejor causa) y campeaba la más absoluta indiferencia por la res publica. La abulia, la desgana y la desazón se generalizaron. Había tal liberalidad (en realidad, corrupción) para otorgar créditos por parte de los bancos, que la cultura de la especulación reemplazó a la del trabajo y el país se transformó en una timba. Todo el mundo jugaba en la Bolsa. Todo el mundo compraba y vendía tierras y especulaba con cédulas hipotecarias. Todo el mundo mejoraba sus campos con plata de los bancos. Todo el mundo contraía deudas que no pensaba ni remotamente cancelar. Todo el mundo se hacía construir residencias a cual más fastuosa. Todo el mundo se vestía con ropas cortadas por los más afamados sastres y las más cotizadas modistas, confeccionadas con los mejores casimires ingleses y las más finas sedas italianas. Todo el mundo ostentaba carruajes que envidiarían un lord inglés, un conde francés o un barón prusiano. ¡Rich as an argentine! ¡Riche comme un argentin! ¡Reich wie ein argentinischer! Y no debe pensarse que el mal se había cebado sólo en la clase alta; porque también la clase media y los pobres jugaban en la Bolsa, las apuestas en el turf y en las canchas de pelota vasca alcanzaban cifras siderales, y el 2 de febrero de 1890, día de elecciones, los trenes que iban a la costa viajaban atestados de pasajeros.
Tres libros notables describen aquel proceso de descomposición sociopolítica: La gran aldea (Costumbres bonaerenses), de Lucio V. López, publicado en folletín en el diario Sud-América en 1882 y editado en 1884; Sin rumbo (Estudio), de Eugenio Cambaceres, editado en 1885; y La Bolsa (Estudio social), de Julián Martel (pseudónimo literario de José María Miró), escrito en 1890, publicado en folletín en el diario La Nación en 1891 y editado ese mismo año.
La gran aldea es una mirada nostálgica sobre una Buenos Aires que antes supo ser criolla, sencilla, austera, heroica y moral; a la vez que un irónico y burlón repudio a su mutación post federalización en urbe europea, cosmopolita, mercantilista, frívola y ostentosa, en aras de un progreso puramente material. Sin rumbo es la insatisfacción perenne de quien repudia al campo, al cual asocia con la barbarie; pero que también rechaza la civilización que le propone una Buenos Aires a la que percibe degradada por la inmigración, sumiéndose más y más en el tedio, la abulia y el sinsentido de una vida que le pesa y no desea. La Bolsa es un anatema implacable descargado sobre el arribismo y la especulación bursátil que crecían en desmedro de los valores ético-morales individuales y de los colectivos sobre los cuales se fundó la nacionalidad. Esos tres libros patentizan la visión de sus autores sobre aquella Argentina finisecular a la cual percibieron como una distopía que repugnó a sus espíritus nobles e inquietos. Cambaceres, desengañado y descreído, abandonó la política y se fue a pasear su desencanto por París, donde falleció de tuberculosis a los 45 años. También tísico y con apenas 29 años murió el romántico, soñador y bohemio Martel (n. 02.07.1862 – m. 09.12.1896). De los tres, el único que luchó efectivamente, en los hechos y a brazo partido contra la corrupción y la impunidad, fue López (que de juarista enragé, pasó después a ser opositor a Juárez Celman y fue hombre del Parque), fallecido de resultas de un duelo absurdo (originado precisamente en una de las denuncias por corrupción que había hecho) cuando sólo contaba 46 años. 
La obra escrita por un irlandés, Edmund Burke: Reflections on the Revolution in France, impidió que Inglaterra sucumbiera a la tentación de echar abajo su sistema sociopolítico y reemplazarlo por uno similar al implantado por la Revolución Francesa. El libro de Burke, profusamente difundido, salvó a los ingleses; pero por estas tierras, los argentinos no hemos tenido la misma suerte con los de los tres autores citados, al punto que ni siquiera forman parte de los textos prescriptos en los contenidos curriculares para la enseñanza secundaria. No sea cosa que caigamos en el peligro de que los adolescentes y jóvenes los lean, y se les dé por reflexionar sobre aquella terrible crisis que provocó quiebras, ruinas, suicidios, desocupación, miseria y hambre…
La revolución del Parque no sólo no resolvió los problemas financieros y económicos, sino que además los agravó. Nadie del juarismo ni de sus opositores fue juzgado y condenado por corrupción. Lejos de ello, todos los involucrados: políticos, jueces, militares, hacendados, comerciantes e industriales, mantuvieron no sólo incólumes sino aún acrecentados, el prestigio social del que gozaban y sus fortunas. Los bancos oficiales, es decir el Nacional y el Provincia de Buenos Aires, tuvieron que suspender sus operaciones en abril de 1891; el primero no pudo reabrirse y fue liquidado en 1893, y el segundo consiguió mantenerse merced a las moratorias que sucesivamente se le otorgaron hasta 1906. Sólo una ínfima proporción de los deudores de ambas instituciones canceló los créditos que había tomado; el resto hizo la gran “paga Dios”. La nación absorbió las deudas externas contraídas por las provincias. ¿Quiere saber, estimado lector, quién pagó los platos rotos de la gira? Pues Juan Pueblo, ¿quién más creía usted? El mismo que, revelando una extraordinaria capacidad para la resiliencia, logró que el país recuperara a fuerza de trabajo y austeridad, lo que había dilapidado al lanzarse por la pendiente del facilismo y el derroche.
Caído Juárez Celman, nuestro sucintamente biografiado Wenceslao Pachecho se hundió en el ostracismo político, del cual sólo salió en dos oportunidades: el 6 de marzo de 1891 para asistir a una junta de notables convocada por Pellegrini ante el agravamiento de la crisis, y después fue convencional por la provincia que lo vio nacer, Mendoza, en la Nacional Constituyente que produjo la reforma de 1898. Murió en Buenos Aires al año siguiente.
En 1892 Ramón J. Cárcano le escribía desde Europa a Juárez Celman estas acertadísimas palabras: “Todavía no hemos conquistado nuestra independencia económica y a este respecto estamos a merced de la voluntad y la opinión de los mercados europeos”. Como puede apreciarse, Cárcano tenía perfectamente claro que el único medio de sortear la crisis en lo financiero, era el desendeudamiento. Ahí es donde deben buscarse las razones por las cuales Pellegrini (partidario de preservar a ultranza la buena relación con los acreedores extranjeros; política esa a la que se ceñiría poco después en su gobierno) procuró por todos los medios (y lo consiguió) matar la candidatura presidencial del cordobés, que era el juarista más resistido y odiado por Buenos Aires y al que la prensa porteña, desenfrenada, llamaba despectivamente “mono” e incluso lo representaba caricaturizado como tal. Varias décadas más tarde, Cárcano (que era extremadamente joven al momento de su candidatura: tenía sólo 28 años) fue amigo, uno de los maestros en política y hombre de consulta permanente de Perón, a cuya postulación presidencial adhirió sin reservas. A la pregunta de Enrique Pavón Pereyra respecto de Cárcano, Perón respondió: “Era cofrade mío desde 1926, en que lo consulté por vez primera. Como contemporáneo de Joaquín V. González, don Ramón, que era el prototipo nato del hombre de Estado, vino a traerme su adhesión entusiasta y su experimentado consejo. No en balde había vivido sus primeros ochenta años" (palabras estas últimas alusivas a las memorias de Cárcano, editadas en 1943 precisamente bajo el título Mis primeros ochenta años). Frustrada que fue en 1890 su candidatura presidencial, el reloj de la historia argentina atrasó 57 años, hasta que el 9 de Julio de 1947 en Tucumán, bajo el gobierno del presidente Juan Domingo Perón, inspirado en aquel viejo consejero suyo que había muerto apenas un año antes, se declaró la Independencia Económica de la República Argentina “de los poderes capitalistas foráneos que han ejercido su tutela, control y dominio, bajo las formas hegemónicas económicas condenables y de los que en el país pudieran estar a ellos vinculados”.
Persuadido como estoy que de nada sirven los "que hubiera pasado si…", invariablemente he desdeñado las ucronías; pero no puedo evitar que acuda a mi memoria aquella frase de Joseph de Maistre: “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”.

-Juan Carlos Serqueiros-

domingo, 28 de junio de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CONCLUSIONES II



















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

No encuentro explicación para la absurda idolatría en que ha caído gran parte de la República Argentina rindiendo culto a los pobres diablos como Alem. (Miguel Juárez Celman)

Uno de los factores que ha llevado a interpretaciones desacertadas de la crisis del 90, es la creencia de que el gobierno de Juárez Celman fue, en lo social, político y económico, continuidad del de Roca, la cual es errónea; porque no bastan la procedencia de un mismo partido y tener en lo sustancial un común ideario para afirmar que fueron lo mismo.
El 12 de octubre de 1886, la meritocracia característica del roquismo cedió paso a la obsecuencia y el amiguismo distintivos de los juaristas. Si la presidencia de Roca fue proclive al equilibrio; la de Juárez Celman lo fue al desborde, y si el Zorro construyó su poder a partir de los gobernadores nucleados en la liga (en el armado de la cual desempeñó un rol clave su concuñado, dicho sea de paso), entre los que halló consenso y apoyo por su habilidad, su constancia y su prudencia; el Burrito Cordobés audazmente se empeñó en acapararlo todo para sí, menudeando las intervenciones a los gobiernos provinciales en los cuales quiso colocar adeptos suyos incondicionales y de paso, dejar claro cómo les iba a ir a quienes osaran ponerle la proa. Juárez Celman admiraba a Maquiavelo, siendo El príncipe una de sus lecturas predilectas, especialmente aquello de “debe lograr que los principados vecinos deseen hacerle bien y teman causarle daño”. Roca era laico y se mantenía en ese límite (es famosa su frase “en política, comer carne de cura resulta indigesto”); mientras que Juárez Celman era abierta, exaltada, ideológicamente anticlerical, lo cual le valió no pocos enemigos políticos.
La concentración del poder, ejercido discrecionalmente por el cordobés, el autoritarismo desembozado que evidenció, el nepotismo en que incurrió y el círculo de favoritos que lo rodeaba, fueron un guiso indigerible para la oposición, que a su vez; se manifestó ferozmente encarnizada contra el gobierno. El ambiente político no sólo estaba enrarecido, sino que su aire, de tan malsano; era directamente irrespirable. Y si el gobierno no se andaba con chiquitas en su tratamiento a la oposición; ésta no se quedaba atrás en virulencia.
Como para muestra basta un botón, veamos uno de cada saco: “En la actualidad argentina no existe otro partido que aquel al que pertenecen las mayorías parlamentarias y todos los gobiernos de la Nación y sus Estados”, decía con inaudita soberbia y  nulo tacto Juárez Celman en su Mensaje Presidencial al Congreso de 1889 (haciendo pública y explícita su íntima convicción de que no había más partido que el suyo e ignorando olímpicamente a la minoría, a la cual hasta le negaba entidad ¡nada menos que en un discurso oficial!). Y por su parte, la oposición, a través de Mitre, decía el 15 de junio de 1890 en La Nación: “Los caprichos de una voluntad veleidosa, las influencias personales y los intereses partidarios valen más que los intereses generales; el doctor Juárez no transige en nada de lo que puede perjudicar a sus amigos políticos, y las influencias valen más que los intereses del país”. Evidentemente, no había un manso pa’ acollarar un arisco.
Otro aspecto cuya consideración inexplicablemente suele soslayarse, es el repudio que a tout Buenos Aires le inspiraba Juárez Celman.
El apodo de “burrito cordobés” era peyorativo y tenía resabios de viejos rencores porteños, inquinas esas que Roca tuvo el buen criterio de no exacerbar, ni siquiera durante la guerra civil iniciada por Tejedor ni tampoco después de ella; pero que su concuñado, en su torpe soberbia, hizo renacer y aún acrecer. Además, las autoridades municipales de Buenos Aires eran designadas por el gobierno nacional, lo cual hería el localismo porteño que lo consideraba una humillación. Si a eso le sumamos la concesión de las obras de salubridad a la Buenos Aires Supply and Drainage Co., una firma inglesa subsidiaria de la Baring Brothers que impuso tarifas abusivas, y la candidatura de otro cordobés: Ramón J. Cárcano, prohijada desde el oficialismo para suceder a Juárez Celman al término de su mandato, la cual para los porteños resultó intolerable; no resulta difícil darnos cuenta de que la malquerencia de Buenos Aires hacia el presidente fue un factor cuya consideración no puede desdeñarse a la hora de meternos en los entresijos de la crisis del 90. Y no debemos perder de vista que la revolución del Parque fue un hecho exclusivamente porteño.
Esto no debe llevarnos a considerar a Juárez Celman como un campeón del federalismo ni mucho menos, como caprichosamente han interpretado algunos. Si bien tenía (al igual que Roca) sus ribetes de federal; no vaciló en avasallar las autonomías provinciales siempre que lo creyó conveniente para sus intereses político-partidarios.
Se ha creído ver en el proyecto de amnistía impulsado por Juárez Celman, presentado al legislativo por el ministro del Interior, Eduardo Wilde y que el Congreso sancionó como ley N° 2310 el 1 de setiembre de 1888, una prueba del federalismo presidencial. La ley benefició a Ricardo López Jordán, es cierto; pero no es menos cierto que la iniciativa obedecía al ideario liberal del gobierno y no perseguía el propósito expreso de indultar al viejo caudillo y menos aún el de reivindicarlo. Es más; su asesinato, acaecido poco después, el 22 de junio de 1889, sólo mereció del vespertino Sud-América, diario juarista por excelencia y en los hechos, su órgano oficial, unas escuetas líneas en el obituario, dando cuenta de “la muerte del último caudillo provincial”, encima; publicadas tres días después del hecho. Y en el recinto de la cámara de diputados, el presidente de la misma y espadachín del juarismo, Lucio V. Mansilla, fundamentaba la intervención a Tucumán que había dispuesto el ejecutivo, con estas palabras: “No es sino una especie de espantapájaros aquello que se llama autonomía de las provincias... la Nación es lo primero, las provincias, los Estados como se dice, no son sino poquísima cosa". Más claro, imposible.
Párrafo aparte para el asunto de las emisiones clandestinas que le achacan todos los historiadores al gobierno de Juárez Celman y que inclusive muchos consideran nada menos que como el detonante de la revolución del Parque.
Lo que sucedió fue que en el primer trimestre de 1890 hubo por parte de los ahorristas un masivo retiro de depósitos a raíz de lo cual el Banco Nacional y el de la Provincia de Buenos Aires sufrieron corridas, lo que motivó que ambas instituciones solicitaran por nota al gobierno la urgente remisión de billetes para afrontar la situación; éste autorizó a la Oficina Inspectora y así se entregaron a los dos bancos exactamente 15.600.000 pesos (6.200.000 al Nacional y 9.400.000 al Provincia), que después el Congreso aprobó por ley N° 2700 votada a fines de junio en diputados y principios de julio en senadores. Pero enterado de la cuestión, un hábil político opositor como Aristóbulo del Valle, a la sazón senador por Buenos Aires, no iba a dejar pasar la oportunidad de caerle con todo al gobierno denunciando a gran estrépito (primero en reuniones partidarias, de modo de que corriera la bola e instalar el tema en el imaginarlo colectivo como una certeza, y después, formalmente en el senado y con amplia difusión en la prensa) lo que tildó de emisiones clandestinas, cuando en realidad se trataba de una desprolijidad gubernamental (una más de las tantas del juarismo) originada en lo apremiante de las circunstancias; porque ni el más ingenuo de los ingenuos podía creer seriamente que Juárez Celman pretendía mantener el tema en secreto, cuando del mismo imprescindiblemente debía participar un sinnúmero de funcionarios y empleados. Y de ningún modo el asunto fue el detonante de la revolución; en realidad, la conspiración contra el gobierno se inició en setiembre de 1889 por un sector del ejército compuesto por oficiales mitristas, pero entró en un impasse porque dado el cariz militar que presentaba, Leandro Alem se negó a sumarse a ella.
Eso tan elusivo que llamamos verdad histórica, es que las elecciones de diputados nacionales realizadas el 2 de febrero de 1890, sorprendentemente (“sorprendentemente” para la oposición, quiero decir) las ganó el juarismo en buena ley y sin fraude; lo cual viene a dar por tierra con el mito de la “popular Unión Cívica” enfrentada a la “oligarquía juarista”.
Lo cierto es que si el oficialismo no era lo que diríamos popular; tampoco lo era la oposición, y que bastaron unos cuantos indicadores de mejoría en lo económico (una baja en el premio del oro, un mensaje tranquilizador y optimista del ministro de Hacienda, Pacheco, un aumento de salarios y la perspectiva de una excelente cosecha de cereales) para que el pueblo, puesto a elegir entre los “malos” del gobierno y los “buenos” de la oposición; se decidiese por los primeros. No por nada diría Perón, décadas más tarde, que “la víscera que más nos duele a los argentinos es el bolsillo”.
La circunstancia de que el juarismo ganara las elecciones y un recrudecimiento de la crisis económica, produjeron el resurgimiento de la conspiración contra el gobierno a partir del mitin del Frontón el 13 de abril de 1890. A la logia militar se sumaron: Leandro Alem (ahora sí), Aristóbulo del Valle, Mariano Demaría, Juan José Romero, Manuel Ocampo, Hipólito Yrigoyen, Lucio V. López, Miguel Goyena y José M. Cantilo; los generales Manuel J. Campos y Domingo Viejobueno (que adhería a la conjura pero no participaba de las reuniones, al igual que su hermano Joaquín), los coroneles Julio Figueroa y Martín Irigoyen, y el comandante Joaquín Montaña. Los revolucionarios (no todos, porque Del Valle era –y no andaba desencaminado- escéptico en lo que respecta a la efectividad real de la “acción popular”) creían contar con el apoyo de la ciudadanía convertida en legión (dijo Alem). Y así se produjo el 26 de julio de 1890 la revolución del Parque, la cual fue rápidamente vencida por el gobierno.
El fracaso revolucionario estaba cantado. A los militares que participaron de la revuelta; los cívicos de Mitre (pero no éste, quien ascendido a teniente general a propuesta de Juárez Celman votada afirmativamente en el Senado, se fue  a Europa en viaje de turismo, no sin antes visitar al presidente para agradecerle la distinción; visita esa que fue retribuida por el presidente con una velada de gala en la Opera en honor a don Bartolo); los ultra católicos de José Manuel Estrada, Emilio Lamarca, Miguel Navarro Viola, Manuel Gorostiaga, Pedro Goyena y demás; los autonomistas disconformes por distintas causas con el gobierno como por ejemplo y entre otros, José María Rosa y Juan José Romero; los hombres vinculados al ámbito bursátil como Carlos Zuberbühler y Carlos Videla; y los estancieros con una creciente y criolla desconfianza hacia los usureros internacionales y sus personeros locales, no los unía el amor; sino el espanto, y nada tenían en común a no ser el repudio al que reputaban como “enemigo”: Juárez Celman. La revolución que las distintas corrientes historiográficas nos vienen presentando como “nacional y popular”, no fue en absoluto ni lo uno ni lo otro. Ya hemos visto que no fue nacional, sino circunscripta a Buenos Aires, y en cuanto a popular, lo consignó inequívocamente Carlos D’Amico en su Buenos Aires, sus hombres, su política: “El pueblo no concurrió a la revolución, sea por indiferencia, sea por temor, sea por desconfianza. Nosotros creemos que no concurrió porque se le dio al movimiento un marcado carácter mitrista”.
La crisis económica, como vimos en capítulos anteriores, no sólo no se resolvió con el reemplazo de Juárez Celman por Pellegrini; sino que incluso se agravó. Acertadamente, Roque Sáenz Peña (que había sido el último canciller de Juárez Celman) le escribía el 10 de noviembre de 1890 a Belisario Montero: “¿La revolución ha salvado al país? Eso lo dirá el porvenir; yo creo que no”.

Continuará

miércoles, 10 de junio de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CONCLUSIONES I























Escribe: Juan Carlos Serqueiros


En esta obra de errores, todos y cada uno de nosotros hemos sido colaboradores, todos hemos ayudado al error del señor presidente de la República. (Lucio V. Mansilla, 6 de agosto de 1890)


Para 1886, las creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura, transporte, comunicaciones y el mejoramiento de los campos para el desarrollo de la actividad agropecuaria, como la burocracia administrativa; todo redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles, en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera, pero sin embargo; el crecimiento económico parecía no tener fin.
Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para el manejo de la coyuntura y su paulatina corrección. Pero Juárez Celman no era Roca. Este último, al traspasar la presidencia a su concuñado, le dijo en su discurso: “Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí”, y era exacto, exactísimo. Ese día, 12 de octubre de 1886, el peso estaba con respecto al oro en una relación de 110 centavos papel por 1 peso oro, es decir, prácticamente a la par. Tres meses después, se devaluaba hasta llegar a 144. Era un síntoma, al cual no se le prestó atención. Y era asimismo acertadísima la frase del diario La Prensa en su edición del 26 de octubre de ese mismo año: “Lo solo malo y oscuro que existe en la República es el estado financiero”.
¿Tuvo la crisis del 90 sus causales en los desaciertos y corruptelas del gobierno de Juárez Celman? La creencia que ha primado y está actualmente instalada en el imaginario colectivo, es que en efecto, así fue. Sin embargo, la recurrencia periódica en la caída, debería indicarnos que esa conclusión es probablemente errónea, con seguridad simplista y que algo estamos obviando considerar en la cuestión, porque si no; tendríamos que convenir en que los argentinos somos masoquistas empeñados en infligirnos daño y complacernos en ello. Y no somos tal cosa, ¿no? Bah, creo (espero) que no.
La crisis se agravó con la combinación de factores externos e internos, y de estos últimos no todos eran achacables (algunos -o muchos, si se quiere- sí; pero otros no) a la administración juarista, por pésima que ésta haya sido (que lo fue, sin dudas). Veamos.
En Gran Bretaña la economía estaba en depresión y los activos financieros excedentes se volcaron mayoritariamente a nuestro país. Pero llegó un momento en que, debido a una brusca caída en las reservas del Banco de Inglaterra, los prestamistas no sólo exigieron la remesa en tiempo y forma de los intereses, sino que además; se produjo un proceso acelerado de retiro de capitales de la Argentina. Entonces ya no se pudieron pagar deudas contrayendo más deudas y en consecuencia, se debería negociar con los acreedores las esperas imprescindibles hasta que la balanza de pagos se equilibrara cuando los recursos por exportaciones permitieran hacer frente tanto a las obligaciones emergentes de los empréstitos, como a las importaciones; o bien reducir drásticamente estas últimas, de modo que todos los ingresos o la mayor parte de ellos pudieran afectarse a abonar los compromisos externos; o ambas cosas a la vez. 
Esa era una de las opciones posibles. Y la otra (alternativa sola y única) era repudiar la deuda y que se aguantaran los gringos hasta que pudiéramos pagar.
Y esto último era, precisamente, lo que se disponía a hacer el gobierno de Juárez Celman, porque hablando en plata, no otra cosa significaban las palabras de Pacheco a fines de 1889: "El gobierno tiene en Europa los recursos que aseguran el servicio (de la deuda) hasta enero de 1891", aludiendo a los 50 millones oro que estimaba disponibles en Londres producto del arrendamiento de las obras sanitarias. En buen romance, era decirle a la Baring Brothers más o menos esto: “Estimados socios (porque a fuerza de repetirlo, se había llegado a creer que los capitalistas y los argentinos éramos de verdad socios), mucho lamentamos que no hayan podido llenar en Londres la suscripción de los bonos, pero es vuestro problema; si somos socios en las utilidades, también debemos serlo en los quebrantos”. Por supuesto, esa intención no era proclamada abiertamente a voz en cuello, pero ni los opositores al juarismo ni -muchísimo menos- los ingleses, eran lo bastante zonzos como para no darse cuenta de que estaba ahí, como un cuchillo oculto bajo el poncho de la economía seria, moralizadora y conciliadora con los acreedores externos de Francisco Uriburu que vistió por un momento Juárez Celman en procura de disimularla. Y más aún, llegó a hacerse desembozado ese propósito cuando Pacheco (esta vez como presidente del Banco Nacional y ya renunciado Uriburu) se encargó de comunicarle oficialmente a la Baring Brothers que el gobierno no estaría en condiciones de pagar los dividendos trimestrales de los bonos nacionales. Estaba así clarísimo hasta para el menos avisado, que el primer mandatario de la Nación ya se había pronunciado por una de las dos opciones: la moratoria unilateral. Pero ocurrió que eso que proyectaba el gobierno (y que reitero, a nadie escapaba), resultaba inaceptable para la oposición.
Por eso (entre otros factores) cayó Juárez Celman, pues como hemos visto, luego de renunciar el burrito cordobés; Pellegrini y López eligieron de entre las dos opciones, la mencionada en primer término: negociar con los acreedores tomando deuda nueva para pagar deuda vieja y paralelamente, restringir al máximo las importaciones sustituyendo con producción local todas las que se pudieran (la crisis del 90 significó, paradojalmente, un impulso a la industria nacional).
El "ostracismo histórico" que de hecho se ha decretado para Juárez Celman (pues sólo se lo menciona para defenestrarlo y hacerlo aparecer como culpable principalísimo y hasta único de la crisis), ha llegado al extremo de atribuir esa intención de repudiar la deuda a su carácter veleidoso, ninguneando (cuando no directamente velando) el factor que lo decidió a inclinarse por la opción de la moratoria: de las negociaciones con los banqueros ingleses, surgía que éstos accederían a una operación de consolidación de la deuda argentina, a cambio de que el gobierno se abstuviera de contratar nuevos empréstitos por el lapso de diez años, renunciase a emitir moneda y adoptase un riguroso programa de reducción del gasto público; todo lo cual obviamente el presidente no podía aceptar (y tampoco ningún otro gobierno), pues eso lo convertiría en inerme político, huérfano de todo apoyo y sin sustento alguno, ya que la política es el arte de lo posible, sí, pero de lo posible en esos momentos y esas circunstancias. El tiempo se encargaría de demostrar que la opción correcta era la moratoria, porque fue eso en esencia el Arreglo Romero, celebrado con los acreedores en Londres el 3 de julio de 1893 durante la presidencia de Luis Sáenz Peña.
Pero no todos se comieron la galletita de que el cambio de hombres en el gobierno combinado con la adopción de la estrategia de negociar con los acreedores accediendo a lo que se les ocurriera imponernos, solucionaría la crisis luego de la revolución del Parque; porque hubo voces sensatas que no fueron escuchadas, como por ejemplo, la de Manuel Demetrio Pizarro, senador por Santa Fe, quien en la sesión del 30 de julio de 1890, dijo en el Senado de la Nación: “Yo vengo, derrotada la revolución, a pedir como medio de pacificación del país, no leyes de estado de sitio, sino la renuncia en masa de los miembros del poder ejecutivo: presidente, vice, ministros y presidente mismo del senado”. ¿Y quién era el "vice"? No otro que el que asumió la presidencia: Pellegrini. ¿Y quién era el “presidente mismo del senado”? Pues nada menos que Roca, el zorro. A Pizarro no pudieron engatusarlo; pero nadie prestó atención a sus atinadas palabras. Era esa Argentina del 90 un país que marchaba a paso acelerado hacia el precipicio.
Vayamos ahora a las conclusiones acerca del manejo de la economía y las finanzas por parte del gobierno de Juárez Celman en sus aspectos técnicos. ¿Fue tan malo como se cree? Rotundamente sí. Y es más; fue peor aún que malo.
La imprudencia y el descontrol en todo lo atinente a obras públicas y la enajenación insensata de ferrocarriles y empresas estatales en aras de un dogmatismo excesivo hasta el absurdo, trajeron aparejada una inevitable secuela de corrupción, y la coima y el peculado (no limitados solamente al juarismo, como veremos después) tornáronse las reglas corrientes. La ley de bancos garantidos, iniciativa de Pacheco que tenía el propósito de remediar la iliquidez monetaria en las provincias, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los fondos fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para aumentar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. Es que ese modelo (copiado a los norteamericanos) era posible en países con tradición de inversión interna, como Estados Unidos; mientras que aplicado en el nuestro, condujo al irresponsable endeudamiento con el extranjero de todas las provincias (con la sola excepción de Jujuy). También la obcecación del gobierno de Juárez Celman en atribuir los problemas financieros a lo que llamaba una “crisis de progreso” (?) y las culpas de la trepada del oro a la especulación y el agio (todo fogoneado por la oposición, sostenía), sin tomar consciencia de los errores que cometía, influyó y no poco en la crisis; porque en efecto, había especulación y agio, pero también había un orden (o desorden, mejor dicho) que lo propiciaba y toleraba: el suyo. Asimismo, fue deplorable la gestión del ministro Rufino Varela, reemplazante de Pacheco, que creyó que bastaba con movilizar los depósitos (eufemismo usado para no decir derechamente poner a la venta todo el que había en las reservas del Banco Nacional), para que el oro bajase (contrariando la opinión adversa a tal medida del propio directorio del banco); sin percatarse ese “gran economista” que el mercado del oro no se circunscribía a Buenos Aires, sino que era internacional, con lo cual los corredores extranjeros, obedeciendo a sus mandantes, lo compraron masivamente, esfumándose así los últimos 50 millones oro que quedaban.

Intentó tapar el sol con el dedo, prohibiendo su transacción en la Bolsa: resultó peor el remedio que la enfermedad. Y para terminar la función, el manco Varela no tuvo mejor idea que erigirse en déspota, al menos, en su cartera. Decía el diario La Prensa en su edición del 18 de julio de 1890: “El Sr. Varela, por simple decreto administrativo, con calidad de dar cargo al Congreso (cosa que nunca hizo), derogó la disposición de la ley de Bancos Garantidos que exigía que el oro estuviera depositado en el Banco Nacional por lo menos dos años contados a partir del 1 de enero de 1888, y se autorizó a sí mismo a disponer de ese oro. Sentado en su poltrona ministerial recibía todas las tardes la lista de todos los que le pedían comprar el oro del Gobierno y señalaba con un lápiz los pedidos que debían ser inmediatamente satisfechos por el Banco Nacional. El ministro se convertía así en un banquero y manejaba el tesoro como un autócrata”.
Y desde luego, no se privó de otorgarse créditos en oro a sí mismo y a familiares suyos, además.
Sin dudas, el gobierno de Juárez Celman en lo técnico económico no dejó desaguisado por cometer y en lo administrativo se pasó por el… fundillo, digamos, la consideración debida a los otros poderes, irrespetándolos e incurriendo en cuanta… irregularidad, llamémosla (siendo buenos), se le antojó.
En las próximas entregas, estimado lector, arribaremos a las conclusiones en lo que respecta a lo político y moral y cómo incidieron esos factores en la crisis del 90.

Continuará

domingo, 24 de mayo de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CUARTA PARTE


























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Si el presidente evacuara / el sillón que está ocupando / y libre al país dejara, / al oro, con linda cara, / lo veríamos bajando. (Semanario Don Quijote, 26 de enero de 1890)

El 26 de julio se produjo la revolución del 90 o revolución del Parque, y aunque vencida ésta; al gobierno de Juárez Celman no le quedó más aire y una vez renunciado, asumió la presidencia Carlos Pellegrini, con Vicente Fidel López de ministro de Hacienda. Entrambos llevaron adelante el plan Pellegrini-López, cuyo objeto era ordenar la economía.
Mediante su aceitada relación con los banqueros, Pellegrini consiguió, en lo interno, una “colaboración patriótica” de éstos consistente en un préstamo de 16 millones de pesos papel, los cuales convertidos a oro (la gente, confiando ingenuamente en que la caída de Juárez Celman traería la paridad cambiaria, salió a vender el metal) utilizó para pagar el servicio semestral de la deuda que vencía el 15 de agosto. En lo externo, el Gringo pensaba tomar un empréstito a oro destinado exclusivamente a pagarles a los acreedores extranjeros durante los dos años que habría de durar su gobierno; y en lo interno, planeaba emitir papel moneda, que los bancos oficiales (previamente saneados) prestarían, de modo de revitalizar el comercio; todo ello complementado con estrictas medidas de austeridad administrativa, severas reducciones presupuestarias, suba de aranceles a las importaciones, sustitución de éstas a través del fomento a la industria nacional e imposición de gravámenes a las empresas y bancos extranjeros. Buscaría asimismo, mejorar la imagen del gobierno procurando ganar en credibilidad y confiabilidad con una medida más efectista que apropiada: anular el contrato de venta de las Obras Sanitarias llevado a cabo durante la gestión de Juárez Celman en 1888.
La cosa anduvo a los tumbos, tanto en lo externo como en lo interno: en octubre estalló en Londres la crisis que venía arrastrando la Baring Brothers (causada en buena parte por la acreditación a nuestro país de 21 millones de pesos oro -producto precisamente del arrendamiento de las Obras Sanitarias citado precedentemente- y la certeza de que el gobierno argentino no podría hacer frente al pago de la deuda), de resultas de lo cual se produjo su liquidación. 
Ante eso, un consorcio de banqueros ingleses presidido por Nathan Mayer Rothschild, exigió como condición previa al otorgamiento del empréstito solicitado por Pellegrini para hacer frente a los servicios de la deuda externa que mencioné antes, que se giraran a Londres convertidos en oro los 50 millones de pesos que se habían emitido para fortalecer los bancos oficiales y reactivar el comercio. Una vez cumplida esa imposición, la banca Morgan prestó 75 millones de pesos oro a tres años con el 6% anual de interés, destinados exclusivamente a atender los pagos de la deuda externa, con fiscalización a cargo de un veedor británico que retendría de la recaudación aduanera el oro necesario para las amortizaciones, con la consiguiente mengua en el ejercicio de la soberanía efectiva del país.
Y aun así, se corrió más de una vez el riesgo de una intervención militar extranjera (impulsada por los acreedores alemanes, postura esta que no quisieron acompañar los ingleses; pese a lo cual hubo por entonces en nuestro país un marcado sentimiento antibritánico, que se expresó con roturas de banderas y retiro masivo de depósitos del Banco de Londres). Habría que esperar a que durante el gobierno de Luis Sáenz Peña, merced a la eficaz gestión del tándem Juan José Romero-Tomás de Anchorena, desde los ministerios de Hacienda y Relaciones Exteriores respectivamente, se llegara en Londres el 3 de julio de 1893, a un acuerdo con los acreedores externos: el archifamoso Arreglo Romero.
La crisis del 90 es una de las páginas más exhaustivamente estudiadas de nuestra historia, y sin embargo; los argentinos no hemos logrado llegar a un punto en el que, plantados, nos acordemos de aquello de “chico quemado teme al fuego”.
¡Ah!, es que hemos aprendido mucho de economía, tanto, que no debe haber en el mundo un pueblo tan versado en la materia como nosotros: el argentino promedio es capaz de debatir sesudamente acerca de Jean-Baptiste Colbert y el mercantilismo, Adam Smith y el librecambio, Friedrich List y el proteccionismo y John Maynard Keynes y el rol del estado en períodos de recesión. Asimismo lo es con respecto a la crisis del 90: todo ciudadano argentino serio sabe (o cree saber) qué la provocó: la “corruptela y el desmanejo administrativo de Juárez Celman”, la “emisión descontrolada a partir de la creación de los bancos garantidos” y hasta tiene grabadas en la memoria las palabras que pronunciara aquel venerable viejo Vicente Fidel López: “No sé si hubiera sido preferible para el país y para quienes hemos sacrificado nuestro patriotismo y nuestros desvelos en sacarlo del abismo, que la ciega obcecación del gobierno anterior hubiese seguido su desborde hasta estrellarse contra la bancarrota exterior e interior que ya tenía encima, para que el gobierno que le sucediera no hubiese heredado esa sucesión ilíquida y desastrosa que pone a prueba la resignación, los sacrificios y hasta la reputación personal”. 
¿Por qué, entonces, si conocemos los dislates en que hemos incurrido, tanto en el pasado remoto como en el más reciente; seguimos cayendo periódicamente en crisis que conmueven los cimientos mismos de la nación? ¿Será, por acaso, fatal y certeramente profética aquella predicción de Carlos D’Amico en su Buenos Aires, sus hombres, su política (1860-1890): “Así continuarán, porque ése es el carácter argentino… Dominada esta crisis, otra vez serán deslumbrados por las riquezas excepcionales de esa tierra privilegiada, y volverán a las andadas, y cada cinco años tendrán una crisis cuyos peligros irán creciendo en proporción geométrica, hasta que llegue un día en que deban a los judíos de Londres y Frankfort todo el valor de sus tierras…”.
Como ni usted, querido lector, ni el servidor que esto escribe, somos de quedarnos con lo que nos cuentan; en las próximas partes de este artículo, arriesgaremos nuestras propias conclusiones.

Continuará

sábado, 9 de mayo de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? TERCERA PARTE

























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

¡Triste recurso, cuando se apela al diluvio para regar los campos! Este chaparrón de nuevo papel moneda, nos ahogará. (Semanario Don Quijote, 20 de julio de 1890)

En marzo de 1890 la tormenta, preanunciada con señales que irresponsablemente se ignoraron, se desató por fin. En rápida sucesión, el oro subió a 260 y al mes siguiente ya estaba en 290. Y como inexorablemente ocurre, la crisis financiera trajo aparejados los consabidos cambios en el gabinete. Esta vez, la modificación fue total, porque la renuncia de Wenceslao Pacheco provocó las de los demás ministros.
El motivo fue un desacuerdo entre el ministro de Hacienda, quien había dispuesto una emisión de 2 millones de pesos por parte del Banco Nacional; y Marco Avellaneda, presidente de la Oficina Inspectora de Bancos Garantidos, quien no quiso aprobarla. Junto con Pacheco renunció, como consigné precedentemente, el resto del gabinete. Juárez Celman no dejó trascender las renuncias, pues confiaba en convencer a los ministros de que conservasen sus carteras; pero ocurrió que alguien se fue de boca (por lo visto, los “secretos” del gobierno eran como los amores de las putas; conocidos por todo el mundo) y la cosa llegó a oídos de Miguel Navarro Viola, quien en el mitin del Frontón (13 de abril) lo anunció a voz en cuello en su encendido (y destituyente) discurso opositor.
Y entonces, al presidente no le quedó otro camino que darlas a conocer a la opinión pública y aceptarlas; tras lo cual se reunió con el vice, Carlos Pellegrini, para examinar la situación.
En abril de 1890, Pellegrini jugaba a dos puntas. Su relación con Juárez Celman podría definirse como de una “aparente cordialidad”, desde el verano de 1889, cuando estando él a cargo del gobierno por las vacaciones del presidente, el círculo áulico de este último instigó y organizó una revolución en Mendoza para derrocar al gobernador Tiburcio Benegas; pero Pellegrini -en contra de los deseos e intenciones de Juárez Celman, por descontado- lo hizo reponer. Al inseguro y desconfiado Burrito cordobés se le exacerbó el recelo hacia el vice; pese a que el Gringo le explicó que había procedido así para respetar las prescripciones constitucionales y evitar “un escándalo público”. El 29 de setiembre de 1889, Carlos Pellegrini le escribía desde Europa a su hermano Ernesto, a propósito del plan de venta de tierras públicas ideado por Pacheco que mencioné en el capítulo anterior: “La venta de 24.000 leguas en Europa sería una calamidad que nos costaría la vida. Sería crear una Irlanda en medio de la República y sacrificar el porvenir de la Nación por dificultades del momento”. En público, el vice no aparecía como distanciado del presidente; pero en privado, expresaba su total desacuerdo con las medidas económicas que éste adoptaba, y entonces, procuraba convencer a Juárez Celman de que debía cambiar su política. Apenas tres meses después, se haría patente su acuerdo con Roca para provocar la renuncia del Burrito cordobés y asumir él la primera magistratura del país.
Por ahora, Pellegrini le sugería a Juárez Celman un gabinete integrado por figuras políticas que generaran consenso e inspiraran respeto y confianza. El presidente aceptó el consejo y tan buena impresión causó el nuevo gabinete en la opinión pública al darse a conocer los nombres de quienes lo integraban, que instantáneamente el premio del oro bajó a 230.
Juárez Celman nombró a: Francisco Uriburu en Hacienda, Nicolás Levalle en Guerra, Amancio Alcorta, abogado, catedrático y diplomático muy prestigioso que había sido ministro de Roca (y después, en su segunda presidencia, volvería a serlo); en Justicia e Instrucción Pública, Roque Sáenz Peña en Relaciones Exteriores y Salustiano J. Zavalía (único amigo del presidente en el gabinete) en Interior. La influencia de Pellegrini se hizo notoria por entonces: sin duda, había andado su mano (con el beneplácito de los banqueros ingleses) tras la designación de Uriburu, muy amigo suyo y de toda su confianza era el general Levalle, y ni decir tiene de Sáenz Peña, su íntimo amigo y además; socio en el bufete jurídico. Pero Juárez Celman, aparte de reservarse la cartera de Interior para darla a un incondicional suyo como Zavalía; no quiso prescindir del todo de Pacheco y lo hizo designar al frente del Banco Nacional. La última disposición de Pacheco, cuando ya tenía decidida y redactada su renuncia, previamente a abandonar el ministerio, fue un gesto amable para con los empleados del mismo: de la partida Eventuales del presupuesto, les hizo dar un adicional equivalente a un mes del sueldo que cada uno de ellos percibía.Francisco Uriburu, el nuevo ministro de Hacienda, era considerado por la banca inglesa y en especial por la Baring Brothers, un economista de los llamados serios. Su estrategia consistía básicamente en la conciliación: en lo externo, apuntaba a lograr acuerdos con los banqueros a fin de consolidar la deuda, de modo de patear la pelota hacia adelante, sorteando la coyuntura y teniendo buen cuidado de no caer en el repudio de la deuda o en lo que pudiera ser interpretado como tal; y en lo interno, mantener un tipo de cambio alto de modo de favorecer las exportaciones; todo ello en el marco de una política moralizadora de manera de quitar argumentos a la oposición y generar un clima de confianza. Se trataba, en síntesis, de retomar en lo posible el paz y administración de la etapa roquista... pero con Juárez Celman en la presidencia y Pellegrini detrás del trono; en vez del Zorro.
Alentado por el impacto positivo provocado por su nuevo gabinete, Juárez Celman inauguró, el 11 de mayo, el período de sesiones ordinarias del Congreso. Fue el suyo un discurso optimista y tranquilizador: se refirió a la crisis financiera atribuyéndola al agio, la especulación y el abuso, señaló que a pesar de ella; el crecimiento continuaba, mencionó que se avecinaba una excelente cosecha de cereales, saludó a la oposición y expresó sus plácemes por el surgimiento de un nuevo partido, anunció que su gobierno se proponía llevar adelante reformas en la ley electoral incluyendo la representación de las minorías y finalmente, destacó que por primera vez en muchos años, la balanza comercial había arrojado saldo favorable en el primer trimestre del año.
El discurso presidencial había sido sincero: el liberalismo de Juárez Celman lo llevó a alegrarse por el surgimiento de la oposición que seguramente se traduciría en una nueva expresión partidista, era cierto que alentaba el propósito de otorgar representación a ésta en el Congreso, era verdad que se esperaba una cosecha récord y en efecto, el superávit comercial había sido nada menos que de 40 millones. Los miasmas de la crisis parecían disiparse al soplo de una brisa renovadora. Pero como en la fábula de Esopo, el problema del Burrito cordobés estaba en su naturaleza, y su fugaz consciencia se perdió al igual que se pierde una falena en enloquecido vuelo alrededor de una lámpara encendida.
En la sesión del Senado del 9 de mayo, Aristóbulo del Valle, senador por Buenos Aires, denunció que circulaban billetes emitidos clandestinamente por el Banco Nacional, que desde abril presidía, como vimos, Wenceslao Pacheco. El asunto denunciado era grave; pues aparentemente se ponía en circulación papel moneda mediante emisiones no autorizadas previamente (el gobierno las haría después en el Congreso, a fines de junio en diputados y el 1 de julio en senadores) y se daba en un sentido absolutamente opuesto al rumbo que se proponía imprimirle Uriburu a la economía. El ministro pidió derechamente la salida de Pacheco, pero Juárez Celman se negó a echarlo y no paró ahí, sino que además le exigió, a través del ministro del Interior, Zavalía; la renuncia a Uriburu y éste se la mandó inmediatamente, anunciando, a gran estrépito, que “el ministro (es decir, él mismo) remaba hacia adelante y el Banco Nacional hacia atrás”. El ministro de Justicia, Alcorta, se solidarizó con él y renunció también. El premio del oro trepó a 314 y la crisis financiera se tornó (en realidad, siempre lo fue, pues imposible es que haya buena economía sin buena política) institucional, produciéndose la revolución del 90 o revolución del Parque, que daría por tierra con el gobierno del Burrito cordobés.
En las próximas entregas, veremos, estimado lector, cómo terminó la cuestión y elaboraremos las conclusiones.

Continuará

domingo, 3 de mayo de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? SEGUNDA PARTE


















Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Pero mire usted la Bolsa, / mire la Bolsa nomás, / que está cotizando el oro / cual no se ha visto jamás. (Semanario Don Quijote, 11 de diciembre de 1887)


El presidente Juárez Celman y su ministro Pacheco habían anudado una íntima amistad que databa de 1883, cuando el primero comenzó a residir en Buenos Aires luego de ser electo senador por Córdoba. 
El trato entre ellos era el familiar vos. Para darse una idea de cuán estrecha relación tenían, tómese en cuenta que se tuteaban; mientras que por ejemplo, Juárez Celman y Roca, aún a pesar de su parentesco (eran concuñados), se trataron siempre de usted. Y ni decir tiene que Roca tuteando a un ministro o viceversa, era algo que no entraba ni siquiera en la imaginación del más divagante de los divagantes. Encima, Juárez Celman se rodeó de un círculo áulico que lo adulaba y reputaba como el summum de la inteligencia y el liderazgo. Y de entre esa camarilla de cortesanos, había elegido como favoritos a Ramón J. Cárcano (comprovinciano suyo y de hecho, delfín presidencial) y Wenceslao Pacheco. 
Transcurridos sólo tres meses de haberse recibido Juárez Celman de la presidencia, el premio del oro ya estaba a 144. El circulante total país era de 88 millones de pesos papel garantizado con una reserva de 35 millones oro. Sin embargo, a pesar de las señales de alarma; la economía crecía a un vertiginoso ritmo del 11% anual.
Durante el gobierno de Roca, la creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura y comunicaciones, como la burocracia administrativa; redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles, en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones de pesos oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera. Y sin embargo, el crecimiento económico parecía no tener fin. Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para el manejo de la coyuntura y la paulatina corrección que debía hacerse. Pero Juárez Celman no era Roca.
A fines de 1887, por iniciativa de Pacheco, el Congreso sancionó la ley de bancos garantidos ("bancos libres" los llamaba el periódico Don Quijote, ferozmente opositor al gobierno, que paradojalmente, si bien era crítico de la gestión del ministro; no lo zahería con la misma intensidad con la cual destrozaba a otros integrantes del gobierno y a figuras políticas estrechamente ligadas al mismo, como por ejemplo el ministro del Interior, Eduardo Wilde; el gobernador de Córdoba, Marcos Juárez -hermano del presidente-; el director de Correos, Ramón J. Cárcano, etc., limitándose a señalar, en versos humorísticos una característica de Pacheco: sus frecuentes ausencias del ministerio debidas a las largas temporadas que pasaba en una estancia que había adquirido en Entre Ríos).



En la teoría, la ley perseguía el objetivo benéfico de inyectar dinero a las economías regionales de modo de favorecer el comercio y la incipiente industria e incrementar las reservas de la Nación (para hacer frente a los compromisos con los acreedores extranjeros) con el oro proveniente de la deuda externa tomada por las provincias, el cual sería canjeado a éstas por títulos llamados notas metálicas; pero en la práctica, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los recursos financieros fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para triplicar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. 
El 28 de febrero de 1889, ante una nueva trepada del premio del oro, que había llegado a 157 y del estallido de huelgas obreras, Juárez Celman designó ministro de Hacienda a Rufino Varela, a la par que nombraba a Wenceslao Pacheco ministro del Interior; quien desde esa cartera lograría volcar a algunos remisos y disconformes del PAN que empezaban a expresar disidencias, en favor de las políticas presidenciales.
Se hacían nítidas, patentes, con la preanunciación de la crisis, las diferencias entre los sectores ligados a la importación (el comercio interior), a quienes la suba del oro perjudicaba; y los vinculados con la exportación, a quienes la depreciación de la moneda favorecía, pues internamente pagaban sus costos en pesos devaluados y percibían sus ingresos en oro. Juárez Celman, fiel a su lema “en política la audacia lo es todo”, redoblaba la apuesta contra la oposición, a la cual sindicaba como culpable de las dificultades de la economía: sustituía en Hacienda a un economista “político” como Pacheco; por uno “técnico” como Varela (vinculado al comercio, y por lo tanto, inequívocamente interesado en la baja del oro), al tiempo que utilizaba al primero como herramienta para nuclear en torno suyo a la mayor parte del arco político del interior del país. 
Apenas seis meses después, las medidas implementadas por Varela (lanzamiento al mercado de toda la reserva en oro, prohibición de su transacción en la Bolsa, cierre de ésta y búsqueda de capitales en centros financieros no ingleses como Berlín y París) habían fracasado, el oro había llegado a 180, y por eso el 27 de agosto Juárez Celman volvía a designar a Pacheco al frente del ministerio de Hacienda.
Para setiembre de 1889 el oro ya estaba a 242. Sereno ante la crisis hasta el extremo de mostrarse despreocupado, el ministro Pacheco hizo circular por distintos medios el proyecto que había concebido para capear la crisis monetaria: restringir a 100 millones de pesos papel el total circulante, que al estar respaldados por un fondo de 80 millones oro constituido previamente con las disponibilidades del Banco Nacional y del Banco de la Provincia de Buenos Aires engrosadas con el producido de la venta de tierras fiscales; pondrían la cotización a la par, y en octubre envió al Congreso un mensaje en el cual anunciaba un paquete de medidas en el sentido indicado, agregando, con respecto al tratamiento que pensaba dársele a la cuestión de la deuda externa, que "el gobierno tenía en Europa los recursos que aseguraban su servicio hasta enero de 1891" (se refería a los 50 millones oro que creía disponibles en Londres producto del arrendamiento de las obras sanitarias).

Continuará

lunes, 27 de abril de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? PRIMERA PARTE








































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Políticos, comiteses, matones y matoneaos. / Cuarto oscuro, pa' algunos; pa' otros, iluminao. / Promesas, medias chupadas, taba cargada y asao. (José Larralde)

Wenceslao Pacheco (n. Mendoza, 28.09.1838) fue un abogado, periodista, economista y político que integró la llamada Generación del 80 y desempeñó altos cargos durante las presidencias de Nicolás Avellaneda, Julio A. Roca y Miguel Juárez Celman.
Cursó estudios en el Colegio Superior del Uruguay, en Concepción del Uruguay, Entre Ríos (donde también, en 1863 se iniciaría en la masonería, ingresando en la logia Jorge Washington) y se recibió de abogado en la Universidad de Buenos Aires. Enrolado en el autonomismo, ejerció de periodista como redactor de los diarios El Nacional y La República. Fue designado juez y después, director del Banco Nacional, todo durante 1877; y electo diputado provincial en 1878, destacándose por su cerrada oposición a la política del gobernador Carlos Tejedor. Al año siguiente, Nicolás Avellaneda lo nombró presidente del Banco Nacional, al frente del cual cumplió una excelente gestión.

Después de Pavón, durante el gobierno de Bartolomé Mitre se implantó el unitarismo de hecho -ya que no podía establecérselo de derecho- en el orden nacional. Se lo impuso en lo político, manu militari, a sangre y fuego; y en lo económico, mediante el uso discrecional de la formidable herramienta financiera que representaba el Banco de la Provincia de Buenos Aires, reformulado en octubre de 1863, que emitía los pesos papel que se forzaba a las provincias a admitir. Dalmacio Vélez Sársfield, el doctor Mandinga (a la sazón, ministro de Hacienda de Mitre), se había percatado de la evidente contradicción y propuso la nacionalización del banco, pero se topó con la negativa de los más recalcitrantes del porteñismo (que constituían la base del partido de don Bartolo, quien nada efectivo hizo, al contrario; para impulsar y favorecer la iniciativa de su ministro).
Llegado en 1868 Domingo Sarmiento a la presidencia de la República, no estaba dispuesto a tolerar que el Banco de la Provincia de Buenos Aires continuara siendo el emisor principal (y por ende, árbitro) de la moneda circulante en todo el país, no porque ello repugnara a un criterio federalista que muy lejos estaba de tener (no era hombre de partido y se jactaba de ello: “yo soy Don Yo”, decía de sí mismo); sino porque, gran ególatra, no cabía en su concepción del gobierno el estar sujeto a la dependencia de un organismo provincial en una cuestión capital cual lo era la monetaria, por más que gobernara en Buenos Aires Emilio Castro, alsinista, y que los billetes de ese banco fueran aceptados en las provincias no ya por la prepotencia de los fusiles del ejército nacional como en épocas de Mitre; sino porque estaban respaldados con nada menos que un encaje en oro equivalente a 7/8 del total del circulante. En 1872, Sarmiento consiguió que el Congreso (que hasta poco antes había sido desfavorable a su gobierno, pues la mayoría la detentaba su más enconado adversario, el mitrismo; ecuación esta que había logrado modificar en su quizá única demostración de habilidad política: el aumento de diputados de resultas del censo de 1869) votara una ley que estipulaba la creación del Banco Nacional, entidad mixta que reuniría capitales estatales y privados, sería administrada por particulares e iniciaría sus operaciones en noviembre del año siguiente.
Los capitales estatales se constituyeron con 10 millones de pesos oro provenientes del empréstito de Obras Públicas por un total de 6 millones de libras esterlinas al 88,5% con 3,5% de comisiones colocado en Londres en 1870, fondos estos que llegaron al país al año siguiente y que el gobierno había depositado en cuenta corriente en distintos bancos, pero la mayor parte, en el de la Provincia de Buenos Aires. Consecuentemente, la abundancia de oro condujo a la baja de la tasa de interés y al aumento de la liberalidad en la concesión de los créditos. El dinero se prestaba a manos llenas y se importaba a mansalva. Pero a fines de 1873, el gobierno nacional necesitó extraer los 10 millones destinados a capitalizar el Banco Nacional y además; el oro necesario para girar a Londres el semestre de las garantías ferroviarias y los servicios de la deuda externa. La economía se frenó, se produjeron muchas quiebras comerciales y el Banco de la Provincia de Buenos Aires sufrió corridas, no por retiro de depósitos; sino por el impedimento de satisfacer la demanda cada vez más creciente de quienes solicitaban convertir sus pesos en oro.
Al asumir Nicolás Avellaneda el 12 de octubre de 1874 la presidencia de la Nación, la situación no era de crisis, pero sí preocupante. Muy. El 14 de mayo de 1875, el gobernador de Buenos Aires, Carlos Casares, recibido del cargo apenas trece días antes y que hasta allí se había desempeñado durante nueve años como presidente del Banco de la Provincia de Buenos Aires, se constituyó en el despacho de Avellaneda para anunciarle a éste que dicha entidad ya no tenía oro para enfrentar las corridas. Quince días más tarde, el presidente del Banco Nacional, Juan Nepomuceno Anchorena, luego de una áspera discusión con quienes hacían cola en la ventanilla de conversión, enrostrándoles airadamente a éstos su “carencia de patriotismo y de confianza en el país”, fue a verlo a Avellaneda para interiorizarlo de la situación. No quedaba otro arbitrio que declarar el curso forzoso y así se hizo. Paradojalmente, lo que parecía ser la catástrofe financiera; se convirtió en el remedio (bien que circunstancial y efímero) para la economía: se redujeron notablemente las importaciones, aumentaron las exportaciones, despuntó una industria nacional y aunque tibiamente, se adoptaron medidas proteccionistas y algunos hasta insinuaron la conveniencia de expropiar los ferrocarriles ingleses. Los bancos extranjeros mezquinaron los créditos a la naciente industria, lo cual trajo aparejado el crecimiento de las entidades nacionales; no había oro, pero sí había papel moneda y éstas últimas lo prestaron generosamente. 


En apretada síntesis, ese fue el proceso de creación de la entidad financiera y esa era la situación al asumir Wenceslao Pacheco en 1879 la presidencia del Banco Nacional. El crecimiento que tuvo la misma durante la eficaz y exitosísima gestión de Pacheco fue exponencial, tanto en la expansión de la cartera de clientes; como así también en lo patrimonial y en el resultado neto de utilidades.
A principios de marzo de 1885, el presidente Julio A. Roca lo llamó a integrar su gabinete como ministro de Hacienda.

Félix Luna insinúa y otros afirman, que influyó en esa decisión la común circunstancia de ser coetáneos y ex alumnos del Colegio de Concepción del Uruguay. Particularmente, no me parece que haya sido ese un factor relevante y mucho menos decisivo, porque Roca era cinco años menor que Pacheco, de modo que si bien habían estudiado los dos en el mismo colegio; no fueron condiscípulos. Y suponer al Zorro teniendo en cuenta tal nimiedad a la hora de elegir al hombre para encargarle en ese momento la cartera de Hacienda, implica no tener una idea acabada y certera de su índole. Los motivos para haber llevado a Pacheco al ministerio hay que buscarlos en la coyuntura política y en la naturaleza personal del presidente: a fines de 1884, la escasez de oro tornó imposible la continuidad de la conversión del peso papel, y Roca y su ministro de Hacienda por entonces, Victorino de la Plaza, emitieron en enero de 1885 un decreto por el cual se suspendía la misma por dos años, imponiéndose así el curso forzoso (otra vez y van…). En marzo, el coya De la Plaza renunció su cartera y entonces, el presidente convocó a Wenceslao Pacheco. Ocurría que, además de la difícil situación financiera que debía atender; Roca estaba empeñado en frustrar a como diese lugar la candidatura presidencial de Dardo Rocha (a quien consideraba “un Catilina capaz de todo”), la cual se financiaba a través del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Llevar a Hacienda al presidente de la entidad competidora de éste, el Banco Nacional, acción complementada con la de designar a Pellegrini (hasta poco antes, impulsor de y adherente a, la postulación rochista) para encomendarle la gestión en Europa de un nuevo empréstito que trajera oro a las arcas fiscales exhaustas (y de paso, distanciarlo definitivamente de Rocha), fue una jugada maestra de ajedrez político por parte del Zorro. Para 1886, la crisis financiera -que no llegó a convertirse en económica- había pasado y el oro, que en diciembre de 1885 había rozado los 145 centavos, estaba en 110, es decir, apenas por encima de la par. En cuanto a Rocha, hubo forzosamente de resignar sus aspiraciones presidenciales y (después de una intentona revolucionaria que no llegó a plamarse y quedó sólo en los “planes”) los restos de su naufragio se nuclearon, más o menos de mala gana, con el resto de la oposición al roquismo (mitristas, bernardistas, sarmientistas, delvallistas y demás istas) en una bolsada ‘e gatos denominada Partidos Unidos. 

En las presidenciales de abril, la fórmula oficialista Miguel Juárez Celman-Carlos Pellegrini se impuso cómodamente en todo el país; excepto Buenos Aires y Tucumán (en Salta no hubo comicios).



Y hasta se dio el lujo Wenceslao Pacheco de impulsar la creación del Banco Hipotecario, que se fundó a partir de la ley 1804 votada por el Congreso el 24 de setiembre de 1886, menos de un mes antes del traspaso del poder de Roca a Juárez Celman el 12 de octubre. Recibido este último de la presidencia, confirmó a Pacheco como ministro de Hacienda, en un intento por evidenciar ante la opinión pública que su política habría de ser la continuación de la de su antecesor en el cargo.
Lo cual trascartón nomás, se comprobaría que no era cierto.


Continuará

lunes, 6 de abril de 2015

INTELECTUALES NO, INTELIGENTES SÍ




















Los intelectuales jamás han servido para nada en ninguna parte del mundo; salvo aquellos que evolucionaron hasta llegar a inteligentes. Y de estos últimos, en nuestro país no he encontrado más que estos ejemplos: Juan B. Alberdi, Ramón J. Cárcano, Eduardo Wilde, Osvaldo Magnasco, Joaquín V. González, Manuel Gálvez, Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche.
Este concepto era en mí una presunción que pugnaba por arraigarse, más que otra cosa; porque estaba allí, latente, la maldita duda nublando mi consciencia... 
Pero acabo de leer un par de notas periodísticas que le hicieron a Mario Bunge (con los emergentes consabidos y abundantes ditirambos que generosamente suele prodigar desde siempre la inteligentzia "nacional") y entonces; la presunción se me tornó convicción.

-Juan Carlos Serqueiros-

domingo, 5 de abril de 2015

LA CONSPIRACIÓN DE ASHWORTH HALL








































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Escribo mirando a la vida, mis obras reflejan lo que siento y lo que hace la gente. Y lo que intento con mis libros es que todos comprendamos que una persona, en ciertas circunstancias, puede llegar a extremos, y que debemos pensarlo dos veces antes de juzgar a los demás. Que mis lectores sean conscientes de que todos somos moralmente ambivalentes y se enfrenten a ello. (Anne Perry)

Anne Perry es la actual identidad de la escritora Juliet Marion Hulme (n. Londres, Inglaterra, 28.10.1938), una prolífica autora de historias policiales.


Su vida, que hoy por hoy transcurre plácidamente a pesar de la celebridad y el éxito que ha alcanzado como autora de thrillers; tuvo en sí misma mucho de novelesca y dramática, pues hallándose en Nueva Zelanda y siendo una adolescente de 15 años, en complicidad con su amiga y compañera de escuela, Pauline Yvonne Parker, asesinó a ladrillazos en la cabeza a la madre de ésta, pues la mujer planeaba separarlas; mientras que ellas habían proyectado vivir juntas en Sudáfrica con el padre de la primera, una vez terminado el divorcio entre éste y su esposa, la madre de Juliet.


Como eran menores, en lugar de condenadas a muerte, lo fueron a prisión, hasta que al cabo de cinco años y alcanzada la mayoría de edad, ambas jóvenes fueron liberadas imponiéndoseles como condición judicial que en adelante y mientras viviesen, jamás podrían tomar contacto entre sí en forma alguna. Luego de ser indultada, Juliet vivió alternativamente en Inglaterra y Estados Unidos, se hizo mormona y a los 21 años trocó sus nombres y apellido originales por los de Anne Perry.


Estudió historia, griego y latín (ha traducido no pocos clásicos), para ganarse la vida trabajó de azafata y de empleada de comercio en distintos rubros, y se radicó en Escocia (donde también vivía su madre), país en el cual continúa residiendo en la actualidad, en una apacible aldea de las highlands. En 1979 logró publicar -recién diez años después de escribirla- su primera novela: Los crímenes de Cater Street (The Cater Street Hangman, en el inglés original), que tuvo gran suceso y representó el inicio de su ascendente carrera literaria, la cual se compone de sesenta títulos editados (muchos de los cuales fueron llevados al cine), con más de veinticinco millones de ejemplares vendidos.


Celosa guardiana de su intimidad, lo que de trágico y azaroso había en su pasado era ignoto para el gran público, hasta que en 1994, el estreno de una película: Criaturas celestiales (Heavenly creatures), de gran repercusión, llevó a que el caso Hulme-Parker fuera mundialmente conocido y salieran a la luz circunstancias de su vida las cuales Anne hubiera querido, lógicamente, que permanecieran en el mismo olvido al cual ella las había relegado. Pero eso no influyó en modo alguno en su carrera, ni para bien ni para mal; sus libros continuaron vendiéndose en forma sostenida, sin variaciones ni en más ni en menos. Así, quienes somos sus lectores, seguimos aguardando las dos novelas a que cada año nos tiene habituados: una de la serie de Thomas Pitt y la otra de la de William Monk, los personajes que ha creado como protagonistas principales de sus thrillers, todos ambientados en la Inglaterra victoriana. Dado que la novela que comentaré es de la saga del primero, me limitaré a dar una semblanza suya; dejando la del segundo para la oportunidad de abordar una que sea protagonizada por él. 
Thomas Pitt es un inspector de la policía londinense altísimo, desgarbado y desaliñado, de humilde y plebeyo origen (hijo del guardabosques de la extensa propiedad de un lord, y éste, que vio en el muchacho condiciones excepcionales de inteligencia y responsabilidad, costeó sus estudios en el mismo exclusivo colegio al que mandaba a su hijo; merced a lo cual Pitt es poseedor de una esmerada educación), que en el transcurso de su primer caso (Los crímenes de Cater Street), conoce a una bella aristócrata, Charlotte Ellison, de la cual se enamora y con la que termina casándose. Charlotte, una hermosa pelirroja, es todo un carácter, un espíritu libre: apasionada, rebelde y con una lengua filosa que es capaz de herir como un estilete, no se ciñe a los convencionalismos y prejuicios que le prescriben un matrimonio con alguien de su misma condición y posición social, y al casarse con Pitt, se ve obligada a renunciar a su anterior estilo de vida marcado por el lujo y la abundancia; para adoptar el de una esposa que debe necesariamente limitarse al magro sueldo de su marido en la policía, cuidando los centavos, zurciendo la ropa y haciendo las tareas hogareñas. Pero pese a todas las predicciones de su familia, que se resigna forzosamente a que se haya casado con ese policía; ella y Pitt se aman y son felices, aún entre privaciones. Charlotte no sólo es una mujer preciosa y desprejuiciada, sino que posee además en grado sumo lo que se llama sentido común y unas sagacidad y perspicacia asombrosas, que utilizará para ayudar a su esposo a resolver hasta los casos más complicados. Para ello, necesariamente debe volver en ocasiones a frecuentar los círculos de la nobleza y la clase alta, apelando a la ayuda de su hermana Emily, ventajosamente casada con un acaudalado lord, quien le presta los vestidos y carruajes necesarios para desenvolverse en ese ámbito, y sobre todo; a la de una pariente lejana: lady Vespasia Cumming-Gould, una anciana aristócrata de gran fortuna, proveniente de una de las familias inglesas de más rancio abolengo, quien había sido, según la pluma de la autora, "una de las mujeres más hermosas de su tiempo, capaz de conversar con filósofos, cortesanos y dramaturgos", "duques y príncipes se habían sentido honrados con una sonrisa suya" y a la que ahora, a sus ochenta años, "por su edad y su riqueza, no le importaba ya en lo más mínimo lo que la alta sociedad pensase de ella".
Descritos los personajes, pasemos al libro: La conspiración de Ashworh Hall. En esta oportunidad, la acción no transcurre en las elegantes avenidas de los barrios londinenses que habitan las clases altas ni en los tenebrosos callejones del puerto, sino en una fastuosa mansión campestre propiedad del esposo de Emily, en la cual tendrá lugar una serie de conferencias encaminadas a la resolución de la espinosa Cuestión Irlandesa. Políticos de esa nacionalidad, de ambos bandos, los nacionalistas católicos y los protestantes, tratarán, con la mediación de un alto funcionario del Home Office inglés, lord Aisley Greville, de lograr acuerdos mínimos que posibiliten la aprobación de leyes relacionadas con la propiedad de la tierra en Irlanda, de modo de avanzar en la emancipación de la comunidad católica. El fracaso de las negociaciones (que se desarrollarán en secreto) supondría el recrudecimiento de las luchas intestinas que desgarran aquella nación, y Greville ha sido amenazado por grupos extremistas y ya ha sufrido un atentado del que milagrosamente logró salir ileso; de manera que el ministerio encarga a Pitt (quien en esta historia ya es comisario), tanto por su discreción y sus exitosos antecedentes, como por la coincidencia de que es el concuñado del anfitrión; que proteja a Greville. No obstante los cuidados de Pitt, el mediador aparece asesinado en su cuarto de baño, y entonces el comisario deberá emprender una concienzuda investigación para esclarecer el crimen, en el transcurso de la cual saldrá a la luz lo turbulento y miserable de la vida paralela que el occiso llevaba a espaldas de sus esposa e hijo. Para colmo de las dificultades, el concuñado de Pitt, Jack Radley, ha sido designado por el ministerio para reemplazar al asesinado Greville en la moderación de las negociaciones; de manera que recaerá sobre las ya muy cargadas espaldas del comisario la responsabilidad de cuidar de que nada malo le ocurra. La fría lógica y la incansable laboriosidad de Pitt, aunadas a la extraordinaria percepción de su inestimable esposa Charlotte, conducirán al fin a desentrañar la verdad.
En resumen, una muy lograda novela, con una trama atrapante que, a pesar de no ser lo que llamaríamos ágil ("escribir es como andar en bicicleta -dice la autora-, si vas demasiado rápido, puedes caerte; pero si vas con extrema lentitud, puede pasarte lo mismo"); fluye con una continuidad que no da tregua al lector, en la cual se entremezclan personajes de variada condición social y moral y se abordan temas como el debate en torno a la teoría de Darwin, la situación de las masas populares, los derechos de la mujer y el voto femenino, las virtudes y miserias de la aristocracia inglesa, los convencionalismos sociales aún los más ridículos, la hipocresía de la clase alta, los afanes y desventuras de la clase trabajadora, la independencia de Irlanda y las culpas de Inglaterra en el drama de esa nación, todo tratado por la pluma magistral de Anne Perry llevando al papel los frutos de su vasta cultura y su tenaz labor de investigación y recopilación de datos sobre la época victoriana. Un libro para disfrutarlo intensamente de principio a fin. 
Y usted, si todavía no lo leyó, ¿qué espera para hacerlo? No se prive de ese placer.

-Juan Carlos Serqueiros-