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miércoles, 3 de abril de 2024

LA ZORRA ROJA










































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

No hay que leer —tal como hizo quien suscribe— ciertos libros un domingo (día depresivo por excelencia), especialmente, si se pertenece a la porción de gente que ya hace mucho ha perdido su fe en que esa deleznable especie denominada humanidad pueda eventualmente experimentar alguna mínima mejoría o evolución, aunque sea; de este a cuatro o cinco milenios.
¿La razón? Sencilla: esos ciertos libros que mencionaba son como algunas drogas: adictivos, y llevan a una persona hasta un pico de euforia, pero después de alcanzada la cima; sobreviene otra etapa que la conduce a algo que suena parecido, pero se escribe con "s": sima, es decir, lo que en el rioba llamamos “el bajón”. Y luego, ahí nomás, al toque, viene el estadio signado por la culpa.
Pues bien, "La zorra roja" (Editorial Bruguera, 1964), de John D. MacDonald (estadounidense, n. 24.07.1916 – m. 28.12.1986) es uno de esos libros que no habría que seleccionar para leerlo un domingo. Se trata de la cuarta novela de la saga protagonizada por Travis McGee, el personaje creado por MacDonald autodefinido como “un bicho de playa”, que vive en un barco que ganó en una partida de póker, y que se dedica a recuperar cosas para terceros, quedándose con la mitad del valor que tienen o representan. En esta oportunidad, McGee es requerido por una bellísima y sensual damisela, estrella cinematográfica ella, para que le solucione un “pequeño problemita”: es víctima de un chantaje y se le exigen ingentes sumas de dinero para entregarle los negativos de una serie de fotografías que le fueron tomadas durante una orgía en la cual participó.
Uno sabe de antemano que leer esta novela le hará mal, pero... ¡cómo se la disfruta y qué lindo es alcanzar el clímax del placer que eroga! Incluso, llega a pensar que después de todo; tal vez haya sido apresurada la adopción del convencimiento de que el animal conocido como ser humano es la evidente falla de Dios, Logos Ordenador o como cuernos queramos referirnos a la inefable entidad que lo creó. Y es una pena que luego de trasegar la infamia evidenciada por los miserables descriptos en la novela, haya que descender a la sima, porque al fin, uno se da cuenta de que, lejos de ser errónea la creencia que tenía; se había quedado corto en la abyección que atribuyó a la humanidad: ésta es infinitamente más ruin de lo que imaginó en la más negra de sus depresiones y el más atroz de sus desencantos.
Pero por suerte, la ficción nos ha dado un Patoruzú, un Sherlock Holmes, un capitán Nemo, un Hércules Poirot y una felizmente muy extensa lista de personajes, incluido en ella el bueno de Travis McGee, lo cual nos permite albergar la ilusión de que haya algo de justicia y de que el que las hace las pague. Y que como en el tango escrito por Mario Iaquinandi y musicalizado por la gran Eladia Blázquez: aunque el mundo siga yirando a los tumbos, / aún vale la pena jugarse y vivir.
Decididamente, poseo una índole peligrosamente inclinada al vicio y debo de ser, nomás, incorregible; porque me apresto a leer... ¡otra novela de MacDonald! Es que son excelentes… y adictivas.

-Juan Carlos Serqueiros-


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