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domingo, 26 de octubre de 2025

LAVADO DE CEREBRO


Escribe: Gabriela Borraccetti *

Buscamos la felicidad en todo lo que nos dicen que es caro, que pueden conseguir unos pocos y que lamentablemente, es inaccesible para la mayoría. Bajo ese "lavado de cerebro" se esconde un mensaje que dice: "No puedes ser feliz, es sólo para unos pocos y tú no tienes nada de especial. Ni lo intentes".
Semejante baño de impotencia, desazón y auto denigración, lleva a resignarse, a probar superar nada o casi nada; total… ¿para qué?, si no soy importante…
Nos vamos conformando con poco y nos ponemos felices de ser, al menos, esclavos de quien nos permite comprar una copia de lo que ellos usan original, quedando enajenados y ciegos de nuestro poder de alcanzar lo que esos "elegidos" no pueden ni podrían ver nunca porque su felicidad está tapada de objetos sin sentido, pero muy caros.
Son personas tan tristes que aspiran a casas enormes donde no encontrarse ni con ellos mismos allí adentro, teniendo por única compañía la cámara de vigilancia o del celular.
Pasear un rato y oler una flor no te lo cobran. Amar tampoco. Acariciar las orejas de tu perro, menos. Saber que nadie va a quererte por lo que tienes, saber que si te peleas con alguien no es por la cotización del dólar, y que si te despiden no es por tu ineptitud sino por una política que han adoptado para hacerte creer que eres descartable. ¡Y no lo eres! Pero no cometas el error de creerlo, porque si no; serás mediocre.
Quienes manejan el mundo son tan pequeños, que creen que son superiores como para excluirse de esos "paquetes de basura" que es como ven a los que no tienen lo que ellos sí, y miden en base a dinero el peso de la gente. ¡Pobres! Son ignorantes y viven con miedo, sin poder disfrutar de las mejores cosas, esas que no están en ninguna vidriera.
Mientras este planeta siga produciendo flores, habrá color, belleza, perfume, oxígeno y un regalo para hacerle a quien amas.

Lic. Gabriela Borraccetti
Psicóloga Clínica
M. N. 16814

* Gabriela Borraccetti (n. 1965, Vicente López, Buenos Aires), es licenciada en Psicología por la Universidad Argentina John F. Kennedy. De extensa trayectoria profesional, ejerce como psicóloga clínica especializada en el diagnóstico y tratamiento de la angustia, el estrés, los temas de la sexualidad y los conflictos derivados de situaciones familiares, de pareja y laborales. Es, además; poetisa, cuentista, artista plástica y astróloga. Para contactar con ella por consulta o terapia, enviar e-Mail a licgabrielaborraccetti@gmail.com o Whatsapp al +54 9 11 7629-9160.

martes, 21 de octubre de 2025

CRONOS Y SUS ESBIRROS


Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Lo más terrible de ese feroz e implacable tirano llamado Tiempo, no es que nos corta el hilo cuando la Parca viene a tocar el timbre; sino lo que manifiesta en su crueldad infinita al despojarnos de la fortuna de la niñez y dejarnos en los grilos tan sólo unas chirolas de ella en forma de nostalgia.
Así, en su atrocidad nos obliga a pagar de a puchos con esas monedas invariablemente escasas que "de favor" nos permitió conservar, las cuotas de una vida amarreta y usurera.
A mí, a duras penas me dejó guardar el recuerdo de una casa chorizo con aquel patio que fue escenario de mis hazañas futboleras gambeteadas con gran habilidad entre el naranjo, el limonero y el pomelo con mi perra, la Rory, jugando a ser el Toscano Rendo; o de mis aventuras jugando a ser el Capitán Nemo de Julio Verne, mientras mi vieja lavaba la ropa en el piletón del fondo y el Winco comprado de segunda mano desgranaba zambas de Los Fronterizos y tangos de Susy Leiva. Con ese tesoro voy garpando día a día, trabajosa y esforzadamente, la hipoteca de don Cronos.
Es por eso que nunca formulo la pregunta del genial Cátulo Castillo: "¿Quién se robó mi niñez?"; sé perfectamente quién lo hizo: la banda del asesino Tiempo y sus esbirros Reloj y Almanaque.

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 18 de octubre de 2025

LA LAGUNA













































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Contratado por la Compañía por el término de un año como dibujante técnico, el tipito había llegado al pueblo sobre fines del gélido julio de 1974 iniciado infaustamente con la muerte de Perón.  
En derredor de la fábrica que alzaba al cielo el falo prepotente de su chimenea, las casas: las de estilo inglés construidas en simultáneo con el complejo industrial en las últimas décadas del siglo XIX, destinadas a viviendas para el gerente, el contador, el médico, los ingenieros y técnicos (al tipito le asignaron una), y distribuidas en un espacio de quince por quince cuadras a lo sumo; las de los empleados y obreros de la poderosa Compañía. El ejido urbano se completaba con la Municipalidad, el Banco Nación, ENTel, la comisaría, el correo, el Registro Civil, el hospital, tres escuelas primarias, dos secundarias, una plaza con juegos infantiles y calesita, y una biblioteca pública; amén de las edificaciones que con el correr del tiempo se habían ido construyendo para comercios, servicios y esparcimiento, acotadas a una tienda y mercería, una pilchería, una YPF, dos bares al copeo, tres panaderías, cinco o seis almacenes, un par de carnicerías, un taller mecánico, un cine, una librería, un consultorio de medicina general, un estudio de abogado, una farmacia, una escribanía, un consultorio odontológico, una veterinaria y el único “local nocturno de diversión”: Acuario, un antro simpático y acogedor en el cual se podía beber, comerse un sánguche, escuchar música y bailar. Y ¡eso es to-to-todo, amigos! (Porky dixit).
El tipito se adaptó rápido a la apacible vida pueblerina que discurría entre el trabajo de 9 a 18 hs. y los vínculos sociales previsibles: lunes de póker nocturno con el juez de paz, el jefe de Correos, el comisario y el médico de la Compañía; y viernes culturales de asado y guitarreada en el Club Social —donde también, dicho sea de paso, almorzaba y cenaba a diario—. Habían trascurrido ya siete meses desde su llegada (aún le quedaban cinco de contrato), y corría un febrero de calor agobiante.
Cierta noche, tomando una copa de vino en Acuario, reparó en una morocha de cuerpo exuberante que bailaba sola en medio de una ronda de chicas y muchachos que festejaban su danza batiendo palmas. Al terminar la canción, ella se acercó a la barra; él se presentó y le invitó un trago. —Me gusta el vino —repuso ella, aceptando el convite. Fue así como conoció a Adela. Desde entonces, se habían encontrado casi todos los días en la casa que él habitaba. Esencialmente, ella era un fuego fatuo que se encendía per se, sin vergüenzas ni tabúes. Multiorgásmica, se entregaba sin reserva alguna, para luego pasar naturalmente de la pasión desenfrenada a la dulzura acariciante de la camaradería y la complicidad inter genera.
Ahora, después de una maratón erótica, habían dado buena cuenta de una mayonesa de ave y estaban en el dormitorio, desnudos, con el aire acondicionado a full, bebiendo torrontés helado y escuchando “Modart en la noche” en la radio Noblex 7 Mares de él. Sonaban los Pink Floyd con su palazo a la avaricia: “Money”, cuando de pronto el tipito, apoyada su cabeza en las enormes tetas de Adela, dijo: —Esta casa, para ser perfecta, necesitaría una piscina. Es una pena que no la tenga. —Podríamos ir a la laguna. Si te animás, claro; porque dicen que el que se baña allí no se va nunca del pueblo —contestó ella con cierto retintín irónico. Riendo, él se puso un short y una remera, y sacó del placar un par de toallones. —Dale. Vamos. Nos damos un chapuzón y después te dejo en tu casa. —Sí. Llevemos la botella de vino, que todavía está por la mitad. Ah, y apagá el aire acondicionado —dijo Adela mientras guardaba en su cartera el corpiño y la bombacha, se ponía el liviano vestido directamente sobre la piel y se aprontaba a salir. —No, ¿para qué? Mejor lo dejo prendido hasta que vuelva y me acueste a dormir. Total, la electricidad la garpa la Compañía, o mejor dicho; no la garpa nadie. Si hasta la usina es de ellos.
Afuera, el calor y la humedad eran insoportables. Una vez en el garaje, subieron al viejo Fiat 1100 modelo 1959 de él, y por la calle de atrás se dirigieron a la laguna. Tuvieron suerte: no había nadie. Se desnudaron y metieron en el agua. Bebieron el vino que quedaba en la botella y empezaron a acariciarse y besarse. Ella frotaba su concha velluda contra la pija ya erecta de él, que le pellizcaba suavemente los pezones endurecidos y se disponía a tomarla por detrás. —Cogeme por el orto mientras me pajeo el clítoris. Sí, así… fuerte… ¡llename el culo de leche! —pidió Adela con voz enronquecida de deseo. Cuando hubieron acabado, jugaron un rato más en el agua, luego salieron, se secaron el uno al otro, ella se embutió el vestido, él se calzó el short y subieron al coche. Llegados a su casa, ella lo besó brevemente y bajó, no sin antes decirle: —Te bañaste en la laguna; no te vas a ir nunca del pueblo.
Riendo de la ocurrencia, él enfiló el auto hacia la suya. Metió el Millecento en el garaje, se dirigió al baño, se cepilló los dientes, y bajo la ducha se lavó prolijamente la cabeza, el cuerpo y los genitales (en especial, el pene, dada la incursión anal efectuada un rato antes). Fue al dormitorio y se tendió en la cama con una placentera sensación de bienestar. De pronto, recordó las palabras de Adela y quiso descartarlas con una sonrisa burlona que permaneció en su rostro justo en el instante de entregarse al sueño.
El tipito no sabía cuán equivocado estaba.

-Juan Carlos Serqueiros-

lunes, 13 de octubre de 2025

RECUERDO HILARANTE






















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Me encontraba leyendo la novela "Con la sangre en el ojo" (Grijalbo, 2015), de Alejandro Parisi —dicho sea de paso, es muy buena, che, léanla—, cuando un párrafo, referido a unos medio pelo, piojos resucitados, tilingos y arribistas de esos que habitualmente morfan en los llamados “restaurantes exclusivos en sitios exclusivos”, me hizo reír hasta prorrumpir en solitarias carcajadas.
Es que me recordó la época en que yo era un ejecutivo exitoso (?), y la multinacional para la cual laburaba solía organizar, al término del ejercicio anual, eventos en los que por supuesto, no faltaban los consabidos elogios, premios y ascensos para quienes habíamos "alcanzado los objetivos"; y los consiguientes reproches y escarnios crueles (más la cuasi certeza del voleo en el orto que se avecinaba) para quienes no hubiesen tenido esa... suerte, digamos.
En uno de esos festejos en particular, que se realizó en Puerto Madero, en un barco ad hoc para eventos empresariales, yo estaba por recibir una distinción y un premio consistente en un viaje a Alemania. Como iba a ser galardonado, se me había concedido entonces la gracia especial de sentarme a la mesa del director gerente (o CEO, como les dicen ahora) de la división; junto a su secretaria ejecutiva y dos o tres ñatos más, ortibas hasta la repugnancia (los ñatos, quiero decir, que no la secretaria, que me quería un montón).
El lugar, el menú y las atracciones artísticas los había elegido el ladero del director, un holandés del que se rumoreaba que percibía de ello jugosas coimas (la gente es mala y comenta). Unos mariachis truchos desgranaban canciones mexicanas, un cómico “amenizaba” la cosa contando chistes más boludos que las palomas, cuando en eso; anunciaron que debíamos sentarnos pues iba a servirse el plato principal.  El chef, un tipejo cara de nada con barbita candado al que todos —menos el director gerente y yo aplaudieron como si se tratara de una gran celebridad, se dirigió a nosotros presentando, muy pagado de sí mismo, lo que reputó como su obra maestra de la haute cuisine, a la que había bautizado tournedo a la no sé qué mierda.... dégoût semblable à du vomi, ponele. Era... no sé cómo llamarlo... una cosa, digamos, cilíndrica, alargada, como una especie de matafuegos chico o consolador tamaño baño de esos que con sólo mirarlos el culo te hace pucheros, de carne grisácea, navegando en el proceloso mar de una menesunda indefinible de color entre anaranjado zanahoria y lo que han dado en llamar fucsia.
Con gran desconfianza, corté un trozo minúsculo, lo probé, y venciendo las arcadas, me limité a dejarlo en el plato, el que permaneció intocado mientras a la par que bendecía la tracalada de sanguchitos de miga, canapés de caviar y brochetitos que previamente había engullido en un alarde de previsión (uno nunca sabe); me hacía el pelotudo y procuraba charlar animadamente con el director gerente que era hincha de San Lorenzo, pero que extrañamente (en tanto soy fana de Huracán); me valoraba o por lo menos hacía como que con mi mejor cara de estar disfrutando intensamente la velada.
Los demás comían con fruición, se deshacían en elogios tipo "¡Ah, qué exquisitez!" y no paraban de felicitar al holandés coimero por la según ellos feliz elección del menú. De pronto, el director gerente se embuchó un bocado y trascartón sentenció a voz en cuello: "¡Che, pero esto es horrible! ¿A quién carajo puede gustarle comer esta porquería?". Y dirigiéndose a mí, agregó: "Vos, quemero bruto, por lo menos tenés la honestidad de no fingir que te parece rica semejante bazofia. Te felicito". Juro que esa noche tuve ganas de abrazarlo al cuervo.
No hay caso: soy blanco teta de piel, pero en esencia; nunca dejaré de ser un negrito del muy rosarigasino barrio Nuestra Señora de la Guardia.

-Juan Carlos Serqueiros-

viernes, 10 de octubre de 2025

AISLADOS





















Escribe: Gabriela Borraccetti *

Seguramente habrás notado que si empezás a escribir algo en tu red social, al toque sale un cartelito que dice: "Sugerencia: pide a tu comunidad que comparta tu contenido”. Han hecho todo lo posible por aislarnos "endogámicamente", y así; ya no nos importa lo que otros digan, porque opinan parecido a nosotros y no nos suman nada.
Toleramos cada vez menos las diferencias, y a la par, eliminamos al que está dudando entre votar desanimado o buscar una opción con pasión, por ejemplo. Nos vamos dividiendo cada vez más en intolerancias mayores que ahora apuntan al propio núcleo. No hay lugar para disenso alguno, no ya en cosas grandes; sino en simples planteos de discrepancia en cuanto a las estrategias. Miramos sólo a los que nos dan la razón a corto plazo y no pensamos ni en dos días después de hoy.
Así, cambiamos el argumento por el enojo, el bloquear por el pensar un rato más. No tenemos ni idea de por qué razonan los otros como razonan y sólo los llamamos burros, termos, etc.


Estamos aislados en todo sentido, para hacer amigos, para formar pareja, para juntarnos, para compartir ideas… Y vamos a terminar como una sociedad masturbatoria por no tolerar la menor desavenencia. Vivimos enojados con todos, egoístas, intransigentes y cerrados a la otredad.
Venimos descendiendo en la curva de cociente intelectual desde 1975 hasta hoy. "Seguro que la razón la tengo yo", nos decimos, y no nos cuestionamos. Y si lo hacemos, es justificando nuestras propias razones. No es difícil imaginar lo que nos espera en breve. Tenemos a las máquinas, pero primero tenemos la única cualidad que nos distingue: la humanidad. Estamos llenos de razones sin alma, locas, hasta alucinatorias de tan visiblemente sesgadas por el narcisismo que ya nos excusa de pelearnos con Dios y con el diablo. Da igual si está de nuestro lado o del otro. Ya exigimos al otro que "piense igual que yo". Un espanto.
¿Sabías que el cuadro clínico de la psicosis tiene como elemento central la certeza? Cuando todos creemos tener LA razón, tendríamos que empezar a sospechar que algo no está bien, porque terminamos afirmando en nosotros lo que calificamos de delirio en el otro.

Lic. Gabriela Borraccetti
Psicóloga Clínica
M. N. 16814

* Gabriela Borraccetti (n. 1965, Vicente López, Buenos Aires), es licenciada en Psicología por la Universidad Argentina John F. Kennedy. De extensa trayectoria profesional, ejerce como psicóloga clínica especializada en el diagnóstico y tratamiento de la angustia, el estrés, los temas de la sexualidad y los conflictos derivados de situaciones familiares, de pareja y laborales. Es, además; poetisa, cuentista, artista plástica y astróloga. Para contactar con ella por consulta o terapia, enviar e-Mail a licgabrielaborraccetti@gmail.com o Whatsapp al +54 9 11 7629-9160.

sábado, 4 de octubre de 2025

LA CALLE DEL PECADO














Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Monserrat es, ante todo, una memoria de las cosas que fueron. (Jorge Luis Borges)

En Buenos Aires aún existe (de puro milagro, si tomamos en cuenta la maldita afición que tenemos los argentinos a enterrar el pasado y destruir los escenarios por los que el mismo discurrió) una callejuela que antaño fuera conocida con el sugestivo nombre de “calle del Pecado”, el cual según algunos se debería a un crimen pasional seguido de suicidio, acaecido a fines del siglo XVIII o principios del XIX; o a las casas de lenocinio que se habían instalado allí, según otros.
El sostenimiento de la primera hipótesis resulta dificultoso por no decir directamente imposible. Supuestamente, un torero venido desde España habría requerido de amores a una damisela de la sociedad porteña, y al rechazarlo ésta, él la habría asesinado a puñaladas para después suicidarse colgándose de una reja (otra versión dice que el torero no se suicidó, sino que fue muerto por el padre de la víctima). Buenos Aires era por entonces poco menos que una aldea, ¿no?, con lo cual semejantes sucesos habrían causado gran impacto y forzosamente deberían figurar registrados, ya sea en los archivos del cabildo (si hubiesen ocurrido en la época virreinal); o en los del gobierno (de haberse producido con posterioridad a la Revolución de Mayo). Sin embargo, ninguna mención hay acerca de ello, nada. Por otra parte, si lo que se pretendía era designar la calle con un nombre que refiriese a los hechos de sangre presuntamente allí perpetrados, entonces sería más apropiado llamarla “del Crimen” —por citar un ejemplo—; antes que “del Pecado”, que remite más bien a lujuria, al pecado de la carne
En suma, me hallo inclinado a creer que todo eso no es más que leyenda urbana. Al fin de cuentas, “uno a veces dice cosas / de a dieces como de a cientos / y a’nde quiere fantasiar / le va poniendo el acento” (José Larralde dixit).
Infinitamente más verosímil, toda vez que se sustenta en documentos de autenticidad inobjetable, es la segunda hipótesis, la cual sostiene que se la conocía como “del Pecado” por el del ambiente de concupiscencia que había en ella. Veamos:
Sobre finales del siglo XVIII, dos factores influyeron para que el hueco de Montserrat, como se denominaba por entonces al baldío delimitado por las calles Lima, San Francisco (actual Moreno), del Buen Orden (actual Bernardo de Irigoyen) y Santo Domingo (actual avenida Belgrano) se convirtiese en plaza —lo cual equivalía a volverlo un sitio, digamos… poco recomendable y peligroso—: las crecientes dificultades en el abasto de la zona (y por ende, la necesidad de instalar en ella una plaza-mercado como medio de resolver el problema); y la construcción de una plaza de toros autorizada en “obsequio” al entretenimiento popular. Y debo prevenirle, mi querido lector, que no le otorgue a la palabra plaza la significación hoy corriente, esto es, la mención de un espacio urbano abierto y público al que concurre la gente para reunirse, caminar y/o llevar a cabo actividades sociales, culturales y recreativas; sino que le dé la acepción de concentración y estacionamiento de carretas, y asiento de actividades de feria y mercado.
En estas fotografías, tomadas c. 1872 y que se conservan en el Archivo General de la Nación, podemos ver tanto la “calle del Pecado” —que en realidad, más que calle era un pasaje— en toda su corta extensión de 70 varas españolas (58,51 metros), donde se situaba el toril; como así también el punto exacto en que dicho pasaje nacía: a la altura del n° 350 de la calle Lima —arteria sobre la cual estaba el ruedo—, e incluso puede distinguirse lo que quedaba de la balconada y las galerías.



Asimismo, el arte se ha ocupado de retratar aquel pasaje, tal como podemos apreciar en el cuadro “La calle del pecado”, pintado al óleo en 1914 por Manuel Mayol Rubio, el célebre dibujante y pintor que con tantas viñetas de sátira política nos obsequiara en las tapas y páginas de la revista Caras y Caretas:


La instalación del mercado y de la plaza de toros resultó una catástrofe para Monserrat. Proliferaron las pulperías, los reñideros y los boliches non sanctos; se radicaron barracas de cueros y hasta un saladero, y en aquel corto espacio, atestado de carretas y mercancías; se hacinaban personas y animales, se vertía basura por doquier y debían sufrirse el olor de frutas y verduras podridas, y el hedor pestífero de las osamentas de toros y caballos muertos durante las corridas. Para peor, no había baños públicos, con lo cual puede uno imaginar dónde hacía sus necesidades fisiológicas la gente. Además, la zona se llenó de malvivientes, ladrones y pendencieros, y claro; también de prostitutas que ejercían su oficio en las casas linderas (de allí, entonces, deriva lo de “calle del Pecado”).
Algunos cronistas tienden una mirada indulgente, edulcorada, romanticona y bobeta sobre todo aquello. Ven a la “calle del Pecado” como si fuese una suerte de simpático precedente de la palermitana “Villa Cariño” que se enuncia en la cumbia de Eduardo Schejtman y Herminia Cruz popularizada por Los Wawancó. En todo caso, mejor harían en aplicar lo de ¡Pará, mi amor, esto está muy Shangai! que grita el Indio Solari en “Música para pastillas” apelando a una expresión usual en el Brasil de los setenta y ochenta para representar un ambiente tipo feria, confuso, oscuro, inquietante y peligroso; y a la vez interesante para contemplarlo. Pero eso sí: lo de interesante para contemplarlo no implica banalizarlo, que es en definitiva lo que se hace al no consignar las calamidades y los perjuicios que hubieron de afrontar como consecuencia de la instalación de la plaza, los propietarios de las casas que rodeaban al hueco de Montserrat, desvalorizadas y dañadas por los malhechores que las ocupaban como aguantadero y de las putas que usaban las habitaciones que daban a la calle para el comercio carnal. Todo ello con alquileres irrisoriamente bajos, que frecuentemente eran “cancelados” con el expeditivo método del pagadios y dejando invariablemente la propiedad como tierra arrasada. Felizmente, los vecinos lograron, a fines de 1799, que el virrey Antonio Olaguer y Feliú accediera a sus justos reclamos y dispusiera la demolición de la plaza. No obstante, el lugar continuaba teniendo mala fama y muchos vecinos se alejaban de él, y entonces; fueron llegando a habitarlo los negros y mulatos que harían de Monserrat "el barrio del tambor".
En 1870 la calle “del Pecado” pasó a ser llamada “de la Fidelidad”, en razón de que en ella habían prestado juramento de fidelidad a la corona española los integrantes del Regimiento de Castas o de Pardos y Morenos formado en tiempos de las invasiones inglesas. Pero nunca se le asignaron oficialmente ni el nombre “del Pecado” ni el “de la Fidelidad” ni ningún otro; hasta que recién en 1893, por ordenanza municipal del 27 de noviembre, se la designó "Aroma", en recuerdo del triunfo patriota logrado en la batalla de Aroma o Arohuma, el 14 de noviembre de 1810, exactamente siete días después de la victoria obtenida en Suipacha.
En la década de 1930 se inició la construcción tanto de la avenida 9 de Julio como del edificio que, inaugurado en 1936, fue la sede del Ministerio de Obras Públicas; mientras que la avenida se concluiría en 1980. En esta imagen podemos apreciar la calle “del Pecado” que después fuera “de la Fidelidad” y por último “Aroma”, tal como estaba en ese año de 1980:


Y en la que sirve de portada a este opúsculo, puede verse tal como está hoy en día la callejuela aquella, que si bien ha logrado quedar indemne ante “la piqueta fatal del progreso” (Víctor Soliño dixit); ahora funge de playa de estacionamiento del edificio del Ministerio (el cual dicho sea de paso, ya no es de Obras Públicas sino que “cobija” —es una forma de decir, considerando lo siniestro de quienes detentan esas carteras: Sandra Pettovello y Mario Lugones— las dependencias de los ministerios de Capital Humano y de Salud. 
Ya no es polvorienta o fangosa como antes lo fuera según se dieran las condiciones climáticas, sino que luce esmerada y prolijamente asfaltada para servir de parking. Y su nombre ya no está referido al “pecado de la carne” según la moralina hipócrita y ridícula represora del sexo; sino a un pecado real e infinitamente grave: el de corrupción.

-Juan Carlos Serqueiros-
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REFERENCIAS

AGN. WIT01-SFAA-am-1-213006-Colección Aficionados - Documento fotográfico 275174.
Bilbao, Manuel. Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires. Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1981.
Conde, Roberto. Buenos Aires de ayer y de hoy. Editorial Corregidor, Buenos Aires, 1982.
De Lafuente Machain, Ricardo. Buenos Aires en siglo XVIII. Municipalidad, Secretaría de Cultura, Buenos Aires, 1980.
Leiva, Alberto y Vilgré, Augusto. Esencia y presencia de Montserrat (en Historias de la ciudad: Una revista de Buenos Aires, año II, n° 6, octubre de 2000).
MLP (Museo de la Legislatura Porteña). Actas del Concejo Municipal de 1870.
Piñeiro, Alberto Gabriel. Las calles de Buenos Aires. Instituto Histórico de la Ciudad, Buenos Aires, 2003.
Revista Caras y Caretas. Eds. n° 23, 11.03.1899; y n° 818, 06.06.1914. 
Revista Todo es Historia. Eds. n° 26, 06/1969; y n° 90, 11/1974.