Escribe: Juan Carlos Serqueiros
Por estos aciagos días, en el marco de la “política cultural” (?) de la tiranía cipaya de Mugricio Lacri y sus esbirros, se presentarán auténticas figuras del “arte”, luminarias de la calaña de -por ejemplo y entre otros- Luis Fonsi, Lucía Galán, Lali Espósito y Karina la princesita en el Teatro Colón. Dios nos ampare.
Pensar que durante la "barbarie" peronista, se representaban allí óperas de Puccini, Leoncavallo, Donizetti y Mascagni; danzaba su magia Liliana Belfiore y prodigaba melodías la orquesta del Gordo Troilo. En cambio ahora, con la "cultura" macrista; en cualquier momento puede caernos encima, además de los al principio mencionados espantos; la peste en forma de horrores tales como Gladys la bomba tucumana o la recua de burdéganos de Tinelli en "Bailando por un sueño".
Y es que toda esa tortura se origina en un prejuicio
fuertemente arraigado en el medio pelo vernáculo, tilingo y culturalmente
colonizado (que constituye la base electoral del macrismo), según el cual
"al populacho hay que darle artistas y músicos berretas, porque total,
se trata de negros de mierda incapaces de apreciar lo bueno".
Es exactamente al revés: los verdaderamente incapaces
de apreciar lo bueno, son ellos mismos, los del medio pelo. Siempre, la buena
música -y en general, el buen arte- es popular; porque la valoración de su alta
calidad es un proceso de ósmosis: primero la perciben y absorben los estratos
más bajos, y luego se traslada desde allí a las capas más altas de la sociedad.
Es mundialmente famosa la anécdota que relata cómo un
carruaje que llevaba a Chopin (por entonces, un músico todavía desconocido,
ignoto) y a otras personas a través de Polonia, se detuvo en una posta a fin de
cambiar caballos y para que, mientras tanto, los viajeros comieran. En eso, Chopin
vio un piano, se sentó ante él, y como en trance, comenzó a tocar. Estuvo así
horas, enlazando melodía tras melodía a medida que las iba improvisando. Sus
compañeros de viaje dejaron los cubiertos y se acercaron al piano, la moza que
servía las mesas, los postillones, el posadero, su mujer e hijos... y en fin;
todo el mundo, cesó sus actividades y lo escuchaba fascinado, embelesado. En
eso, se acercó el cochero y le dijo al maestro de posta que ya era excesiva la
parada y que debía continuar el viaje. El posadero le respondió: "Daré más
caballos, daré más comida y más vino, daré camas y mantas para que pernocten,
daré otro carruaje si quieres marcharte y llevarte el tuyo, daré dinero, daré
lo que se quiera, el mundo si es preciso; pero por el amor de Dios, ¡cállate y
deja que ese mago siga tocando o te mataré!".
Situémonos en aquella época y en Polonia, e imaginemos
a un humilde maestro de posta: un hombre esforzado, rudo, muy probablemente analfabeto o -en
el mejor de los casos- cuasi iletrado, tosco, rústico... pero perfectamente
capaz de darse cuenta de que estaba asistiendo a algo genial que conmovía sus
sentidos. Y no quería que nada ni nadie le privase de aquella bendición que el
destino regalaba a su espíritu.
Eso que clara y sabiamente supo discernir, en la
primera mitad del siglo XIX, un pobre posadero en Polonia; todavía no es capaz
de comprenderlo el medio pelo argento en pleno siglo XXI, “gracias” a su miserabilidad
moral y a su intrínseca estulticia (que son, por otra parte, ambas irremediables;
pues están anidadas en su alma).
-Juan Carlos Serqueiros-